martes, 29 de enero de 2013

Relato "Forja". Parte 3





La lluvia siguió cayendo torrencialmente por un par de minutos y luego se normalizó. Ninguno de los presentes se movió por un instante. Todos parecían que querían irse, pero ningún parecía animarse. Finalmente, de atrás de donde estaba él, comenzó a escucharse unos pasos seguros que avanzaban hasta la lluvia. Era Gonzales, el gordo Gonzales. Siguió caminando hasta que estuvo delante de todos. Los miró cómplices, sin emitir una palabra pero intentando decir muchas cosas. Todos lo miraban con la misma expresión. Con lentitud pero con firmeza, se fue poniendo la capa, uno de los compañeros le pasó unos lentes de sol, se apretó la capucha hasta que solo quedó los lentes afuera, y salió a la lluvia. Apenas su cuerpo salió de abajo del toldo se escuchó un bufido de sufrimiento pero nada más. Sus pasos eran firmes pero cuidadosos, esquivando charcos que se habían formado. Su caminata iba siendo alumbrada por los pocos rayos del sol que podían salir de atrás de las nubes, de los truenos y relámpagos. Cuando había hecho unos largos metros, ya su caminata no era lo segura que había sido al principio, les pareció escuchar mas de un bufido de dolor, y estuvo a punto de trastabillar un par de veces. Pero quizás era idea de ellos. Todos los que estaban en la puerta miraban expectantes a aquel valiente que se había adentrado en sus miedos. Mientras tanto, los rayos y relámpagos eran cada vez más fuertes y caían más cercanos. No podían dejar de mirar al aventurero, pero los relámpagos estaban más y más cercas. Hasta que uno golpeó en el pararrayos del tinglado, pero el segundo cayó en el medio del patio, donde la onda expansiva de la estática los volteó a todos en un sonoro dominó metálico. Cuando pudo levantarse volvió la vista hacía su salvador, pero yacía en el piso, todavía retorciéndose por los choques eléctricos que había sufrido. 

Todos se quedaron en silencio pero aún más horrorizados. Nuestro protagonista no lo podía creer, era la primera persona que había visto morir, y encima estaba ahí delante de ellos, en el patio del trabajo, quien quiso poder romper con el miedo que le generaba la lluvia, estaba muerto en el suelo…muerto.

Nadie salió a ayudar, a ver si estaba muerto o todavía podían salvarle la vida. Avergonzados y asustados seguían en el mismo lugar que antes, mirando el cuerpo, incapaces de poder adelantarse.
Seguían sin hacer nada, miraba el agua que no paraba de caer; las bicicletas una a lado de la otra, viejas y oxidadas; autos en el medio del gran corredor de barro, igual de viejos; los compañeros de trabajo con esas caras descoloridas, ya anaranjadas, manchadas, en silencio. Él no podía dejar de mirar el cuerpo que yacía en el suelo. No pudo soportarlo mucho más y se decidió ir a poder ver que podía hacer con su valiente compañero que yacía en el piso. Sin embargo, al primer paso que hizo afuera del techo, las gotas que golpearon su cuerpo le pareció que lo perforaban. El susto fue tal que estuvo a punto de caerse de espalda. Detrás de él se escuchó un bufido de consternación ante la situación. El intento se quedó solo en eso.
Las luces verdes y blancas de la ambulancia que venía por la ruta mojada los hicieron tranquilizar. Él se preguntó quién lo había llamado, y se acordó que dentro de la fábrica había un teléfono. Estacionaron al lado del cuerpo, cuando se bajaron del vehiculo llamaron hacía él lugar donde estaba el montón de trabajadores para que vayan a ayudar, pero nadie se movió. Llamaron de nuevo, extrañados, pero siguieron sin moverse. El enojo de los enfermeros fue en aumento cuando ni siquiera salían voces desde las personas que estaban apiñadas dentro del techo, preguntando a los gritos por qué nadie había ido a socorrer. Pero ellos no sabían nada, pensaba nuestro protagonista, cómo explicar que no podían. Lamentablemente, eso no fue todo. Cuando quisieron levantar, la confianza los hizo caerse en el suelo embarrado, entre ellos se comentaban que pesaba demasiado. Tuvieron que llamar al conductor para poderlo subir a la camilla. Con mucho esfuerzo cuando lograron depositarlo en el vehiculo éste se hizo hacía atrás por el peso. Pero además de eso, el ruido a metal que hacía el cuerpo, como un robot averiado. Pensando que era una broma, miró a los que observaban desde el galpón, pero algo vieron porque sus caras se transformaron en susto. No dijeron más nada y se fueron por la misma ruta por la que habían venido. Y ellos en silencio, siempre en silencio.

Fueron pasando las horas y ellos en el mismo sitio, sin moverse, deseando que la lluvia terminase. De repente comenzó a sonar la alarma del fin de turno. Lo descubrió distraído, ni siquiera se había dado cuenta que habían pasado tantas horas. El haber estado tanto tiempo parado lo llevó a que le duelan mucho más las articulaciones, y la humedad. La alarma siguió sonando. El lugar se había quedado en silencio, sin ruidos de metal contra metal. Sólo se escuchaba el ruido de la lluvia cayendo, los movimientos de los trabajadores de la puerta, se empezaron a escuchar los sonidos de muchos pasos que se iban acercando donde ellos estaban. Los pasos se siguieron escuchando hasta que se frenaron detrás de ellos, y eso no le asombró, al igual que los que estaban desde el turno anterior, ambos no querían mojarse. 
Finalmente la lluvia comenzó a amainar. Un fuerte viento comenzó a llevarse las nubes cada vez más livianas, y mientras tanto seguía lloviznando apenas. Ellos seguían haciendo lo mismo que horas atrás, se cambiaban de pies; sacaban sus paquetes de tabaco, convidaban cigarrillos armados. Nuestro protagonista fumaba de sus cigarrillos, Jockey, ya ni se acordaba porque los había elegido alguna vez en su adolescencia. Le habría dado lo mismo prenderlo o no prenderlo, pero siguió lo que estaban los demás. Entre pitadas movía los hombros porque le dolían mucho, además cuando absorbía el humo le hacían dolor los dientes como aquella mañana.
Cuando comprobó por varios minutos que la lluvia estaba por terminar, se acomodó el rompevientos, intentó que ninguna parte de su cuerpo quede expuesta al agua, y salió de abajo del toldo. En un primer momento la cortina de humedad no le hizo nada, apenas un pequeño ardor le cubría por aquellas partes donde se filtraba el agua. Sentía la mirada de todos sus compañeros en su espalda. Silenciosos, pero sabía que lo estaban apoyando. Con paso firme fue hasta donde tenía la bicicleta. Tomó aire, con la cara y las manos ardiendo, y salió pedaleando. El fuerte crujido de la caja pedalera fue acompañado de un intento de habla de sus compañeros de trabajo, un bufido que intentaban vitoréalo. 

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