sábado, 20 de junio de 2015

Un cuento dedicado a quien amo: El espiral.

Sin mucho preámbulo, El espiral es un cuento que lo escribí pensando en quien me ha hecho mejor persona y he aprendido mucho junto a ella. 



El Espiral

Para Micaela Hernandez

            

Hemos hecho el amor muchas veces, o parafraseando a, el amor nos hacía a nosotros, una y otra vez. Nos hacía porque eso es el amor, o el nombre que se le ponga. En ese momento no hay otro impulso que el de amar, y se muerde, se rasguña, como si el cuerpo fuese incapaz de demostrar lo que quiere mostrar, como una verdad metafísica que los medios convencionales serían incapaz de descubrir. Quizás solo sea una especie de resabio de nuestro instinto animal… pero los animales no aman.
Fueron tantas veces, que fueron una vez. Todas las veces en una vez, y una vez en todas ellas. Quizás el tiempo, al igual que la velocidad, sean relativos, y en realidad no estamos más que sumidos en un espiral ajeno a nuestro entendimiento. Así, que mientras beso – y besaba, besaré-  su cuello. Ese cuello con pecas y que brilla a la luz y al reflejo de mis besos, ese cuello sobre sus azules cabellos que me recuerdan al cielo y a las nubes que pintaba cuando niño…Así que mientras beso ese cuello y juego con mis dedos en el azul cabello, también lo estoy haciendo en anaranjados con olor a tintura y a perfume precioso, indescriptible, dulce, pero no de azúcar. Se siente como un árbol frutal donde dos amantes se miran las líneas de las manos mientras otro intenta quitarle una hoja seca que se posó en la nariz de su amante. Sus senos, redondos, serían los mismos que acaricié en invierno, y en verano de otro año (y del mismo también), cuando las luces del día estaban en lo alto y la noche cerrada ocultaba nuestras miradas. Así es que el mismo beso, los mismos cabellos, los mismos gemidos, las uñas clavadas sobre la piel, y cuerpos arqueados llegando a un lugar que es parecido a la muerte, deseando que lo mío sea el suyo, sea el nuestro, como un continuo sin retorno, como amarse en una infinita e intemporal vez, una sola vez. Todas distintas, todas iguales. Agitado me repongo encima de ella, me pide que me quede con ella, me repongo, busco aire, beso su cuello, recupero mi aliento. Ella igual, no se que estará pensando, no quiero saberlo. Me levanto, la beso de nuevo, voy a tomar agua, sigo recuperando el aliento. Vuelvo, me acuesto a su lado, la veo desnuda, mirándome, mirándonos, allí, y en otros momentos, con cabellos violetas y de otros colores, y el olor a árbol de amantes y transpiración de acido dulzor, todos y ninguno a la vez. Me acerco, le digo que la amo, no se lo que piensa y no quiero saberlo, me dice que me ama, ella tampoco sabe lo que pienso y quizás tampoco quiera saberlo. Juego con su azul cabello, acaricio los bucles que se le forman con la humedad, los enrosco en mis dedos, se me escapan como la arena seca, ella me sigue mirando, no se que estará pensado… De nuevo le digo que la amo, acá, en la cama transpirados con su pelo azul, y en las otras camas transpiradas, ella me pregunta si le digo la verdad, yo le digo que si a todas ellas, y quedo en silencio.
Pienso en lo limitado de nuestro lenguaje, a pesar de sus millares de años, aquel que pasó de los gruñidos guturales, ideas, palabras, letras, símbolos, todos creados para comunicarnos, expresarnos, pero también trascender. Mientras nuestro cuerpo perece, pudriéndose de muertes naturales y asesinatos, lo que se escribió, lo que se dijo, todo, quedará más allá de nosotros y nuestra putrefacción. Pero a pesar de todos esos miles, millones de años transformándose, conformándose, ramificándose, siguen sin alcanzar.  Quizás nunca alcance. ¿Cómo expresar la muerte de un ser amado? No creo que sea casualidad que ante la muerte de un amado las reacciones estén lejos del lenguaje, no hay palabras que alcancen. Aunque existan intentos tales como “tristeza” “dolor”, “desolación” y muchos etcéteras. Pero el verdadero dolor, el que sale de las tripas, solo es posible de expresar en gritos, en manos arrancándose los cabellos, en el ahogo, el ostracismo mental, el vacío, la nada…pero no palabras, nunca habrá palabras que alcancen. Y con el amor sucede lo mismo. En su extremo de la muerte (aunque dicen que los extremos se tocan), si existen extremos, el amor, en su cúspide, los cuerpos unidos en jadeos sudorosos, las palabras entrecruzadas que terminan en gruñidos, aullidos, ruidos amorfos, gritos, besos, dientes…De nuevo las palabras no alcanzan. Le digo que la amo, aunque me gustaría descubrir una manera que pueda saber todo el esplendor de lo que pienso. O quizás no, tal vez eso implique el fin del mundo.
Mi sueño siempre rehúsa a aparecer, mientras ella desnuda duerme a mi lado. Me quedo mirando su silueta. Sus piernas algo gastadas del trabajo diario, duras, tonificadas. Brillan, en su naturalidad especial, como un blanquecino y rosado, tan reales y humanas. Las curvas que conforman su cuerpo me lo quedo mirando por largo tiempo, recorriendo cada una de sus formas, de sus simetrías y asimetrías, sus colores, sus olores, sus sabores. De repente, el pequeño aullido ahogado del gato que informa que ha entrado al departamento, me saca de la ensoñación. Como siempre, los gatos y su narcisismo, a ausencia de mejor palabra, siguen siendo un misterio para mí. A los segundos lo veo asomarse por la puerta de la habitación, sus ojos que todo han visto parece que avisa que ha llegado, rápidamente dejo de ser importante y se dispone a echarse en el piso, lamiendo una de sus patas grises. Lo seguí mirando por un tiempo más. Mientras tanto, por el postigo de metal, comienza a filtrase el sol de la madrugada y tiñe la habitación de un celeste con tonos azules y negros. Me detuve nuevamente por la espalda de ella y el inmenso tatuaje que cubre su espalda: un cerezo en primer plano, donde un cuervo posa lacónicamente sobre una de sus gruesas ramas; a lo lejos, una mansión gótica, oscura y opaca, ensombrece por nubes de neblina. Me resultaba muy bello, tranquilamente aquel monomaníaco obsesionado con su prima Berenice podría haber vivido allí; o en esas neblinas podrían haber repercutido, como ecos una palabra como “nevermore; o el piso de un parquet que latiera en los oídos culposos de obsesionados con ojos lechosos. Era muy bello, no tanto como el cuerpo que funcionaba como lienzo, una naturaleza viviente, pero era bello a su manera. Comencé a tocarlo, levemente, procurando no despertarla. Su piel era, al igual que todas las veces que toqué esa piel, suave, como tocar un mármol tibio, pero mejor. De nuevo las palabras no alcanzan para cumplir el cometido. Comienzo con mis dedos a recorrer los trazos entintados de su piel, comienzo a sentir la aspereza del cerezo, hermoso. Con mi dedo índice juego con las florecillas rosadas, el cuervo no parece estar muy de acuerdo que mueva el árbol donde se posa, por lo que sale volando, primero por su espalda, pasando por la mansión oscura. Rápidamente se da cuenta de los límites de esa piel, por lo que decide seguir su trayecto por la habitación. Me lo quedé mirando mientras seguía volando, su fisonomía de piel y tinta se iba moviendo por las paredes. Inocente, ajeno a las acusaciones que recaen sobre él y su especie, por ser carroñero, ser inteligente, ser distinto, por su color. Me siento identificado con el animal. Seguía volando y yo lo seguía con la mirada, en ese momento se había quedado en el cenicero de metal que estaba en la Mesa de Luz de la habitación, sobre las ceniza de los cigarrillos de ella, como percibiendo que él también era esa ceniza. Mientras él sigue escarbando en el polvo gris, lo vi al lado de la cama. El gato, dominado por su naturaleza, estaba cuerpo tierra, arrastrándose, sigiloso, acechando al cuervo indiferente de piel. Yo los miraba buscando emitir el menor sonido posible, expectante, pero al mismo tiempo temía. El gato seguía arrastrándose, con una sutileza inusitada, cuando de repente el cuervo, aburrido de hurgar en la ceniza, se percató de la presencia amenazante, y emitió un graznido inigualable, tan inigualable como su naturaleza. Fue como si ella, la que yacía en la cama hubiese graznado, con su voz, a través del pico de piel humana. Al mismo tiempo, el gato, percatándose de la situación, se lanzó en un salto acrobático a su caza. Se me escapó un hilo de voz, apagado, porque en cierto sentido comprendí que ese cuervo también era ella, la que yacía en la cama, y no podía imaginar que podía suceder si el gato lo devoraba, si muriese en sus garras. Sin embargo, el cuervo escapó volando antes del salto letal del gato. El felino frustrado, lo siguió con sus ojos verdes, en la espera de otra oportunidad, pero como un innato cazador sabía que se la oportunidad se le había escapado. Luego de unos segundos, se recostó nuevamente en el piso y cerró sus ojos en busca del sueño. El cuervo, al descubrir que ya no corría peligro, bajo nuevamente de su vuelo, rondando por la cama, pasando por mis manos, hasta que nuevamente decidió posarse en la rama del cerezo, delante de la gótica mansión, quizás no en la misma posición, pero nadie se iba a percatar, ojala que así sea. Cuando vi que el animal de piel y tinta estaba nuevamente en su piel, resguardado, pude tranquilizarme. En ese momento ella se movió, incordiosa, como sintiendo el aterrizaje del ave negra. La acaricié para que siga durmiendo. Afuera ya se escuchaba el día que comenzaba, sonido de autos, los albañiles que comenzaban a trabajar, las puertas de los vecinos que se abría, y yo seguí mirando ese cuervo en ese cuerpo, como lo he visto en otros tiempos y espacios. Antes que sea tarde, acaricié la corteza del cerezo tatuado, y está vez el cuervo se dejó acariciar. Picoteó levente mis dedos con su pico ganchudo, y escuché, o quise escuchar, lo mismo da, una voz del pico del ave, como repitiendo una palabra que ha escuchado varias veces, un “te amo”, nítido, como salido de la boca de ella, con ese tono que me lo decía antes de dormirse mientras yo miraba el techo, y yo le dije que también la amaba. Le besé la mejilla dormida, la dejé seguir durmiendo.        
Estuve acostado por un largo tiempo, esperando dormirme, pero no lo conseguí, así que me levante. La cocina ya estaba iluminada por la mañana y el reloj indicaba que eran las nueve de la mañana. Puse a calentar café mientras la computadora se prendía. A los minutos, un maullido adormilado me avisaba que el gato me estaba acompañando, acostándose debajo de la mesa, como hacía siempre. Antes de probar el café, el sueño se apoderó de mí, dejé el café sin tomar, apagué la computadora, dejé el gato donde estaba, y me fui a dormir con ella. Seguía en la misma posición que la había dejado, como una Venus, alguna pintura de renacentista, pero mejor, porque era humana, y porque decía que me amaba. Me acosté detrás de ella, la abracé y le susurré nuevamente que la amaba. Seguramente en el espiral que es el tiempo y nuestras vidas, le sigo diciendo que la amo, sigo acariciando su piel perfecta, nos seguimos haciendo el amor, nos quedamos dormidos… 

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