martes, 17 de enero de 2012

Mi "Cuento de Hada" II: "El joven del encendedor" (1 de 2)

Uno de los cuentos que se consideran de “Hadas” o infantil es el de “La niña de los cerillos”. La historia fue escrita por el danés Hans Christian Andersen en la primera mitad del siglo XIX. El cuento trata sobre una chiquita pobre que esta vendiendo fósforos en vísperas de navidad. El frío helado de la nieve se acercaba y la nena no podía volver a su casa debido a la tormenta y al no haber vendido un fósforo. La noche la atrapa en la calle lo que la lleva a usar los fósforos para calentarse, hasta que se queda sin fósforos y la viene a buscar su abuela ya muerta.  
El cuento es uno de los que más me gusta, junto al de Hansel y Gretel. Con pinceladas suaves (como un analgésico ante lo terrible de la historia, propio de esos cuentos que han llegado a nuestras manos) nos muestra un contexto duro donde los niños sin tener que comer debían vender lo que sea para sobrevivir, los que sobrevivían.
Ahora les presento mi versión del cuento que titulé “El joven del encendedor”. Surgió principalmente inspirándome en la analogía de esa niña con tantas personas que duermen diariamente en todas las ciudades del mundo, en los destinos trágicos de ellos, en su muerte en manos de los crudos inviernos
.

EL JOVEN DEL ENCENDEDOR

Ella tomó a la niña en sus brazos y las dos volaron llenas de radiante felicidad, más alto y más alto hasta donde no hacía más frío, no se sentía más hambre y no había más sufrimientos. Ellas estaban en el paraíso. En el frío, temprano por la mañana, la niña seguía sentada entre las dos casas. Sus mejillas Estaban rosadas y tenía una sonrisa en sus labios. Estaba muerta, congelada por el frío en la Víspera de Año Nuevo. La mañana del Nuevo Año brilló sobre su pequeño cuerpecito sentado allí con los cerillos, una madeja quemada casi por completo. "¡Ella sólo quería calentarse!" Dijo alguien. Pero nunca nadie supo las hermosas cosas que ella había visto, ni en que resplandor había entrado en el Año Nuevo con su vieja abuela.

La niña de los cerillos
 
Se había quedado mirando los edificios que comenzaban a adquirir un tenue color blanco por la escarcha del frío que comenzaban a ceñirse sobre la ciudad. La desolación nuevamente se hacia carne en él, entre los cartones y apolilladas frazadas donde dormía. Desde que había llegado el invierno era la misma escena, los mismos pensamientos, el mismo desosiego. No sabía si iba a despertar, no sabia que iba hacer el frío con él. 
Nunca fue una persona pesimista ni pasiva, pero cuando el hambre y la indiferencia comenzaban a carcomerle los pensamientos, empezaba a pensar que ya no iba encontrar salida. “Ya no hay esperanzas”, siempre decía, “Ya perdí la cuenta de cuanto tiempo hace que me convertí en parte de la edificación de esta ciudad”.

Había llegado ilusionado de su Bolivia natal. Le habían dicho que acá pagaban un poco más, el paisano que lo contrató en altiplano le prometió que el trabajo en la Argentina abundaba y se pagaba muy bien. En ese momento no lo había podido creer, la pobreza y la miseria que durante años lo habían acompañado, ahora parecía desaparecer en una esperanzadora salida sin igual. Había pasado de ser un simple campesino, a convertirse en un personaje salvador y heroico para su familia. Ya se imaginaba recolectando cientos de pesos que nunca había tenido, tener ropa limpia, su propia casa, y principalmente, poder enviar dinero a los suyos, y cuando la situación mejorara, poder traerlos para la Argentina. Pero rápidamente se dio cuenta que el desenlace del cuento en el que pensaba que se encontraba, ya no era más de hadas, se transfiguraba en un cuento de terror, y él, el protagonista.
El trabajo salvador nunca existió, nada de lo que se imaginó existió. Fue esclavizado en un taller textil. Su vida se convirtió en asquerosas y traumantes 12 horas de trabajo a tasasgo, viviendo en el hambre y la miseria. Por primera vez aprendió lo que significaban las palabras hacinamiento y trabajo “cama caliente”.
En ese momento comprendió muchas cosas. Cuando uno trabaja incontables horas y por prenda, ya no es más una persona, ya deja de serlo. Se convierte solo en manos, manos que pueden ser intercambiables, descartables por otras. Se transforman en masas amorfas de seres-manos, seres-herramientas. Un bulto que solo le quedan sus pensamientos esperanzados, pero masacrados. Esperanzas en tener resistir la esclavización para pasarle algo de dinero a su familia. Pero a medida que el ruido de la maquina carcome los oídos, y el cansancio se vuelve inaguantable, los pensamientos comienzan a desaparecer, y con ellos los recuerdos, las ilusiones, la humanidad. Y solo quedan las manos, su articulación con la maquina, como dijo alguien, se convierte en un Cyborg.  
Pero un día los descubrieron en las profundidades de la miseria y la alienación. Los dueños del taller fueron detenidos. Supuestamente el taller había sido denunciado por vecinos, pero él había escuchado que un policía le decía al dueño del taller, que hacia mucho que no largaba la tarasca, que con ellos no se jodia. Por primera vez en mucho tiempo sus pensamientos se volvieron a reactivar, en forma de ilusiones y esperanzas. Por primera vez sintió alegría de ver a un policía. La misma policía que en la puna los perseguía por su color de piel o por su etnia. Pero ahora pensaba que lo habían salvado. “quizás ahora podamos conseguir un trabajo mejor, vivir mejor. Bah vivir mejor que hasta ahora seguro” les decía a sus compañeros, muchos paisanos de él. Pero nuevamente las ilusiones se rompieron de manera estrepitosa y brutal. Lo único que escuchó de los policías fue: “qué queres, si son bolitas” y se fueron, los dejaron ahí, sin nada, solo con sus cuerpos. Cuerpos que nuevamente se convertían en cosas, en formas que con el pasar del tiempo se irían convirtiendo en parte del mobiliario de la ciudad, invisibles a los ojos ciudadanos. Y así quedó en la calle, nunca pensó que iba a extrañar el asqueroso y mugroso sucucho donde lo habían confinado durante su atemporal estadía en el taller textil.
Se encontraba solo en la ciudad, no tenía a nadie a quien recurrir, en medio de la selva de cemento e indiferencia exasperante. No tenia a donde ir, ni tampoco sabia donde estaba. El colectivo decía Buenos Aires, pero también podría haber dicho Miami, porque era lo mismo, no podía reconocer una ciudad de la otra.
Estaba perdido, pobre, desolado, solo. No sabia que hacer, pero la desesperación no lo invadió, tampoco le sorprendió aquella sensación. Al parecer había perdido todo sentimiento en la maquina de tejer y en la mirada de la policía.  Aunque si había algo que se le mantenía desarrollado, y era su capacidad de estar. Quizás era por la necesidad de sobrevivencia animal, que surge de los humanos cuando han perdido todo atisbo de raciocinio, o era algo que solo aparecían de manera inexplicable. Eso si que lo ponía mal, ya que se reconocía como una cosa que solamente existía y que su única acción era la de sobrevivencia (es decir procurarse los medios para comer y beber).

Mientras se acurrucaba para poder evitar el fuerte viento que se había levantado, vio una mancha oscura en el cielo que realizaba una vuelteretas de manera ilógicas. Calculó rápidamente que era un pájaro. Lo pudo reconocer cuando el vuelo del mismo se hacia cada vez más cercano al piso, volaba de manera irregular, trastabillando, hasta que finalmente cayó delante de él. Se lo quedó mirando largamente, ya que cuando cayó, el ruido fue sólido y obtuso. Se había muerto congelado en pleno vuelo, nada halagador para alguien que tenga que pasar la noche en el medio de la helada. Los edificios siguieron adquiriendo una tonalidad cada vez más blanquecina. El seguía allí.
Desde que lo habían abandonado en la calle, nunca más comió. De vez en cuando aparecían unos asistencialistas con un poco de sopa caliente y unas frazadas que después se iban. Por ese momento les agradecía, se deleitaba con placer de la sopa y de la nueva prenda. Pero como todo en su nueva estadía en la calle, se dio cuenta que eso también era parte de las mentiras de los hombres. Esos seres que pensaban, que acariciándole el flequillo y dándole de comer a un pobre por un día, habían salvado el mundo. Pero él sabía que luego de esa frazada deshilachada y la frugal comida, por lentos y largos días no iba a comer nada más. Porque tener que pedir las sobras de un restaurante o monedas para poder comer un sándwich, o solamente rezarle al aire para adquiera cualidades nutritivas, no era comer, solo era seguir estando, evitar morirse.
No sabía bien cuanto tiempo hacía que estaba en la calle, pero calculaba que casi 8 meses, ya que había pasado por varios cambios climáticos que calculaba que eran las estaciones. El frío iba aumentando cada vez más, día tras día. “Se acerca el invierno” decía. Los días pasaban, los fríos eran cada vez más crudos, el sol más tibio, los días más cortos, y el miedo a que el frío lo asesine, más grande.
Desde donde miraba los edificios blancos, se había quedado todo el día. Era un porche de un banco, que desde hacia tiempo no lo abrían, porque habían cambiando las puerta de entrada por la calle de al lado. Sus posesiones, solo una frazada y una caja con diversos elementos conseguidos en sus aventuras de sobrevivencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario