domingo, 22 de enero de 2012

Mi "Cuento de Hada" II: "El joven del encendedor" (2 de 2)

Mientras tanto, el sol se iba escondiendo detrás de los árboles. A cada minuto el aire se iba sembrando de una capa cada vez más gruesa de humedad condensada, la misma que asesinó al pájaro, que escarchó a los edificios, y que lo acecharía durante la noche en medio de la crueldad gélida. Durante ese día el viento helado se había unido al frío envolvedor, ya era inaguantable, se había hecho dueño y señor de las calles de la ciudad.

Él seguía sentado, sin poder apaciguar el frío y el miedo. No se quería terminar de beber el fondo de la botella de coñac, porque sabia que la noche se avecinaba y no podía desperdiciar una de las pocas herramientas que tenía para poder combatir contra la helada inminente.
No hay peor enemigo para una persona que tiene que combatir el frío, que el no saber que hacer. Intentó calmarlo mirando una de las fotos de su familia. Ya estaba muy maltratada de tanto mirarla, se había gastado, absorbida por los deseos de volverlos a ver. Las lágrimas rápidamente comenzaron a salir y se escarcharon en el lagrimal. Se las quitó con sus dedos sucios, pero se seguían escarchado. Asustado pensó “…dios, por qué tiene que hacer tanto frío”. Miró el cielo, ya se había colmado de un negro total, solo combatido por las pequeñas luces del alumbrado público de la ciudad. La gente ya comenzaba a irse a sus casas, a sus calentitas y confortables casas. Mientras que la ciudad, que horas antes había sido un tumulto de voces y personas, ahora se convertía en una cama gigante para todos aquellos que no tenían a donde ir. El viento helado crecía, las piernas ya nos las sentía, solo eran un hormigueo constante, si no fuese porque las estaba mirando, hubiera pensado que le habían desaparecido.  Las manos no se habían atrofiado mucho (más que la artrosis por la maquina le habia generado), pero las articulaciones le hacían estremecer, el frío se las había inflamado y le costaba mover los dedos con normalidad.
Le era imposible respirar, era un solo tiriteo. Sacó un cigarrillo que habia comprado suelto con una de las monedas recolectadas días atrás, se lo puso en la boca y se dispuso a prenderlo. Le costó mucho hacerlo, el frío en las manos se lastimaban con la rueda del encendedor. Luego de un par de intentos pudo por fin dejar que se le filtre nicotina por los pulmones inflamados por el frío. Intentó calentarse con el encendedor, pero rápidamente el plástico del mismo se derritió, estropeándolo.
El frío era inaudito, la hipotermia lo invitaba a dormirse, pero sabía que si se dormía quizás nunca más despertaría. Con todas sus fuerzas intento mantenerse despierto, pero era muy difícil, desesperadamente difícil. Debía encontrar alguna manera de evitar caer preso de las garras de la somnolencia. Sin pensarlo dos veces intentó levantarse para dar unas vueltas por la peatonal, o simplemente para estirar los músculos, pero no pudo. Una aguda puntada en la espalda lo impidió. El haber estado encorvado por años en la asquerosa maquina de tejer, sumado al frío lacerante, eran los culpables que la columna cervical se haya convertido en una osificación con pocas capacidades de movimiento indoloros. No se preocupó, extrañamente no se preocupó. Sí le preocupaba lo que podía pasar en el futuro próximo, pero no de la forma que podía tomar. Quizás, cuando uno se convence que algo se avecina, algo que no se pude evitar y que sólo se puede enfrentar, uno atina a que pase y sea lo más leve posible. 

De manera tranquila, entre pitadas oscuras y temblorosas, se ponía a recordar. Otra vez pensando de manera azarosa. Se encontró en su rancho, en las montañas bolivianas. El frío parecía que desaparecía, nuevamente sentía el calor del altiplano, otra vez se sentía un niño. Aparecía su madre. Llegaba con un paquete y se lo entregaba a él (que era el hermano mayor de siete), y le decía: “toma hijito, este es un regalo para ti y tus hermanitos, cuídalo y procura usarlo como nosotros no podemos”. Lloraba, ambos lloraban. Era la primera vez que recibían un regalo. Abrió el paquete muy apurado, desesperado. Sus ojos se iluminaron, era un libro de cuentos. Se ve llorando por la alegría, aunque también un poco avergonzado. Porque sabia que su madre habia tenido que sacrificar la tan apreciada plata para sobrevivir, en un regalo para ellos. Pero no le importaba en ese momento, su alegría era inmensa, su primer regalo. No sabían leer, pero con fuerza de voluntad pudo lograrlo. Ahora se veía leyendo para toda la familia. El cuento era la niña de los cerillos. Recordaba que habia llorado cuando terminó el cuento, no solamente porque el cuento era muy triste, sino también porque era el primer cuento que habia leído de corrido para su familia.
Reaccionó por la quemadura que le había hecho el cigarrillo olvidado en la boca entumecida. La cara comenzaba a adquirir una tonalidad azul morado, ya eran tres los pájaros que yacían delante de sus ojos. Se descubrió llorando nuevamente, nuevamente eran escarcha la que salían de sus lagrimales. Era una desgarradora sensación ambivalente, se moría de frío (o eso pensaba) y al mismo tiempo una pequeña alegría se le cruzó por la cabeza, mientras recordaba a su hermosa familia. Ahora comprendía mejor el cuento que le habia leído a su familia, se sentía parte del final, un protagonista más. Se sentía esa niña que no había vendido los fósforos y los utilizó para intentar calentarse, hasta que la hipotermia la hizo fantasear con su abuela muerta que la venia a buscar, que se la llevaba. Quizás, la desesperación crea las alucinaciones placenteras para evitar los desgarradores dolores de la muerte.
Pero él no pensaba eso. Solo sonreía de dolor, de tristeza y miedo. Porque delante de él estaba la niña. La misma recreación de la niña de los cerillos que se habia hecho cuando había leído el cuento. Lo estaba mirando, lo convencía que la acompañara, que donde ella estaba no hacia frío… Y finalmente la somnolencia le ganó.   

Emmanuel Soria (Martín Martz)

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