sábado, 26 de diciembre de 2015

Poema: XXVI

XXVI

La habitación de caverna.
Negra,
Vacía,
Sola.
Y en ella, yo.  


Y en todos los lugares y en ninguno:
Ella.
En todo, en el tiempo que implica el recuerdo.  
Está en el vestido negro y la fresa que tiñe sus labios,
los dos
y las piernas de infinitos.
De la densidad de un ángel que ha luchado en perder las alas
y ser real…
Ser humano, ser lo que se es.  

Y sus ojos…
Negros, como la tierra
Y su profundidad,  innombrable al lenguaje de los vivos.
No solo desnuda las vidas
de vivos y muertos.
y el nacimiento en otros cuerpos.
También la muerte,

Una profundidad que ahoga y hace creer en dioses muertos
Y de religiones a crearse.
¿Qué se podría apelar a esa profundidad inconmensurable, de lo que todavía no tiene nombre, lo que todavía no se ha visto, lo que no se ha creado?


El nombre me dio la vida,
El nombre me dio la vida y me bautizó en fuego y desesperanza
De allí el llanto neonatal.
De allí ese grito ahogado del miedo a la inmundicia.
A la muerte verdadera.
Al nombre de las cosas.
Pero de nuevo sus ojos, y la nariz,
porque los ángeles no tienen narices.
Y ella tuvo una por querer vivir la muerte verdadera,
poder nombras con su voz de infinidad las cosas
De por fin ser.

Soñé que era las ruinas circulares, el sueño del taumaturgo, el fuego verdadero, y el soñado todavía navegando en su ignorancia.
El secreto del inicio del Mundo.
El secreto de los mundos.
Y desperté, y en mis brazos, ella,
La de la negritud de los ojos y la nariz.
Todavía dormía,
Y en su espalda, la sangre por coagularse
mostró las cicatrices atroces donde antes hubo alas. 


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