viernes, 13 de marzo de 2015

Sobre obsesiones y fijaciones: La Idea (Música, Christian Dörge: Lycia)


Luego de mucho tiempo ha surgido un nuevo cuento. En este caso sobre otras de mis fijaciones: las obsesiones. Nuestro protagonista nos transporta desde la introspección a amores amados pero imposibles, a ideas, conceptos, y una resolución a su dilema acorde a su ser. Como creo que la música puede acompañar a la lectura, buscando algo acorde a mis gustos y a las ideas que nos quiere mostrar el relato, me decidí por un disco único, en mi opinión lo mejor que dio el movimiento gótico de los finales de la década de los '80: Lycia. El mismo compuesto por un tal Christian Dörge y donde convocó a lo mejor del movimiento en Alemanía, entre ellos a un Tilo Wolff (Lacrimosa) de 16 años. Espero que disfruten ambas obras.   


La idea


Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Edgar Allan Poe “Berenice”


I
El reloj suena en una ventana, tic tac, las agujas marca la una, las dos, las tres, sigue sonando, tic tac. Mi cuerpo se mira desparramado en el piso desde un segundo piso. He odiado tanto los cuerpos, desparramados, y los jueves. Esas imágenes son recurrentes, cuchillos que solo veo el brillo por la luna llena que se cuela por la ventana rota. También se me aparecen otras imágenes que en otro tiempo quizás fueron sueños, como cuando creo que soy todos pero al mismo tiempo soy nadie, soy ellos pero por alguna extraña razón no alcanzo a ser nosotros, siempre ellos. Los lugares, como las imágenes, son recurrentes: salitres azules que rodean murallas que se han construido para no dejar pasar. La mayoría de veces estoy del otro lado, no sé qué puede significar. 
Quizás ahí estuvo el origen de todo, primero un murmullo que se confundía con mis pensamientos, con el ruido de la vida. Hasta que fue un alarido descomunal que salía del centro de la tierra, si C’tun gritaría, así lo haría. Ya es tarde, aunque quizás no sea la palabra acertada, aunque tarde es, ya soy otra cosa. Primero pensé que fue cuando abandoné mi cuerpo en el barro de aquella laguna, pero había dejado de ser lo que todos piensan que fui desde hacía tiempo.  
Quizás la verdadera razón, la verdadera excusa de todo esto, de la laguna y mi cuerpo putrefacto, la idea, el sueño y el piso, y el olor a gramilla, y el reloj, fuese ella, ella y nadie más que ella. La ame, lo juró por lo que se jura que la amé. La soñé como nunca lo había hecho. La soñé y la amé, y la seguí amando hasta que desperté, o en plural, porque la he soñado tanto que me ha dolido. Y nos amábamos hasta que me escupían de la babosa del sueño. La extrañaba eternos, eternos infinitos, hasta que de nuevo Morfeo me asfixiaba, y la mielina se me rebalsaba por la boca, y ella de nuevo ahí- o aquí-, y el algodón negro de las abejas, y la miel que me chorreaba por los oídos, pero lo que importaba que estaba ella, ella sin más, ella, ella. Pero sabía que el momento iba a llegar, siempre era así, por qué en ese momento iba a ser diferente. Siempre me despertaba llorando. Tenía tanto miedo, le temía  al olvido. Sabía que tarde o temprano, el Olvido y el Tiempo, monstruos inescrupulosos, se la iban a comer, y yo sin poder hacer nada, porque yo era el lobo. Iba a llegar un día que ya no me acordaría como era, y me iba a estar recordando a otra persona, a otra cosa, y siento que la engañaba con algo que alguna vez fue ella, ese era un horror que me carcomía desde que la hice –como si algo tan bello era posible de crear y no fue impuesta o regalada por algún ente superior-. Se me hacía imposible calmar aquel corazón que ya no existe, porque ese amor no iba a poder concretarse   nunca, porque yo era carne, carne y hueso, y ella hermosa e impoluta idea de sueños. Pero hubiese pagado todo el oro del mundo para poder ser parte de ella… y así fue.

II
            Pasó el tiempo, y las respuestas no se hicieron presente, ni una, ni nada de nada. Ya no había sentido salir de donde nunca lo había hecho, de las paredes que adornaban mi mente. Pero un día, igual de gris que otro, encontré la respuesta: yo.  La amé, la amé en mis
sueños porque yo no había sido más que eso en mi vida: un sueño, una idea. Una idea atrapada en una prisión de carne.
Cuando seguía siendo carne, nunca tuve un valor que la sociedad considerara como positivo, ni me importaba. Simplemente me importaba nada. Sin embargo, detrás de esa cortina de insensibilidad y nihilismo, generé cierto desprendimiento de las banalidades materiales, que algunas órdenes mendicantes, o personas resignadas a vivir en la pobreza, podían considerar positivo. Al igual que odiaba mi cuerpo, odiaba todo lo tangible, y el dinero era uno de los que más odiaba, si el odio posee una relatividad. Lo odiaba porque era una idea, pero no de las ideas a amar, era de las ideas que han consumido nuestros mundos.  Con él  compramos una confianza que se sustenta en barro negro y podrido. Un metal, una semilla, un papel, ideas, confianza, un sueño de un valor que no existe. El Castillo desde donde nos subyugan nos hace creer que en él se sustenta nuestra salvación, el motor de nuestra vida. Cuando en realidad dedicamos gran parte de ella, obligados, ciegos a conseguir esa idea ficticia, con la esperanza de poder hacerla más placentera. Pero de nuevo, el círculo infernal. Porque al final, cuando supuestamente deberíamos dejar de vivir para comprar confianzas, papeles que tiene un valor sustentado en barro y mierda, ya estaremos tullidos, enajenados… Y allí estará el Ángel de la Historia que nos acompaña, y nos mostrará que todo lo que dejamos atrás fueron posposiciones, mañanas que nunca se concretaron, planes para vivir en un futuro que ya no podremos, porque la vida ya se nos fue, y nosotros creíamos que ese papel era la entrada, pero no era más que un epitafio de nuestra lápida. Todo el dinero que ahorramos, si lo pudimos hacer, se nos escapará de las manos reumáticas en medicamentos, en uretras hinchadas, en sopores, en nada.
Si nuestra razón de vida según enseñó Gilgamesh era la conciencia de nuestra finitud, el dinero no es más que su oxímoron. Muchos usaron esa idea de posposición hasta sus límites más extremos, como grandes edificios, esperando perdones píos, trascendencias desabridas mientras sus cuerpos se pudrían en las criptas, y solo quedaban como ideas deformadas. Como Cluny. La conocí con mi tía Estrudel. Me había llevado a conocerla cuando un verano fui a visitarla a Francia. Me acuerdo como si hubiese sido ayer, en una de las puertas que ya no importa, a diez pasos de mis pequeñas piernas, había un ladrillo. Uno solo, un solo ladrillo, si, lo repito como un imbécil para que no se pierda, porque necesito que sepan que era un ladrillo y no otro, ni dos, ni tres, uno, ni uno más ni uno menos. Una imagen que ya no podré olvidar. Al lado de una de las puertas había una piedra de Sillar que era de otro marrón que el marrón de los demás. Y lo vi, y me quedé parado, embelesado. Mi tía Estrudel siguió caminando, pensando que yo había continuado con ella, pero cómo iba a seguir caminando con ese bloque que era de otro marrón que el marrón de los demás piedras. Si lo hubiesen visto, en realidad si lo hubiesen hecho no habrían visto nada de otro mundo. Pero si lo hubiesen visto con mis ojos, con mis retinas conectadas a este ya no cerebro…Tenía poros, chiquititos, pequeñas burbujas que luego murieron para dar forma a esos agujeritos desiguales, uno tan distinto al otro. Se parecían como si hubiesen sido fermentados como una cerveza, una soda milenaria que solo tomarían los dioses. Los distintos marrones y marfiles formaban marmolados, líneas irregulares de mayor o menor luminiscencia, como las capas tectónicas, o las tortas Blancaflor de Emilia, ambos tan inigualables como irrepetibles. Pero no solo eran líneas y formas amorfas, no para mí, no para alguien como yo. Tenían un significado, tenían un origen que estaba prohibido descubrir, porque su desvelo implicaría el fin de la vida tal cual la conocemos, desmantelaríamos el orden del mundo.
Quizás ahí comenzó todo, o quizás nunca comenzó. Quizás siempre estuvo ahí, parte del orden de la naturaleza. Quizás alguna fuerza supraterrenal creó mis hilos antes que el coito de mis padres me engendrara en una masa de carne y sangre, nadando en líquido amniótico, una cárcel.
Nunca entendí el cachetazo que me pegó la tía Estrudel, ni sus palabras, que pasaron dos horas, que me tenías preocupada, que no le vuelva a hacer eso y muchas palabras mezcladas entre francés, algún dialecto gutural inteligible, y el español. Yo lloré, más forzado que otra cosa, cómo explicarle la verdad, como explicar con palabras lo que es más antiguo que la propia existencia de los mamíferos sobre esta tierra, o que la tierra misma. Cómo explicarle que esas líneas, que esos marrones, que esas burbujas entrañaban el origen del universo. No lo hubiese comprendido, pobre, así que solo atine a simular mi llanto y mi congoja.        

III

La extrañaba tanto, si supieran. No, no creo que sepan, no al menos que sean yo mismo. Era yo el que la amaba, yo y nadie más. No les ha pasado que más de una vez piensan que su realidad es desabrida, gris, y solo nuestra imaginación, nuestros anhelos son la verdadera razón de todo nosotros. Y lo único que me importaba en el mundo era ella, ella era como mil piedras de Cluny. Pero ella no estaba, solo era una idea, hermosa, preciosa, pero una idea, como idea solo vivía dentro mío. Pero yo seguía siendo la misma bolsa de carne asquerosa de siempre, tan perdurable como cualquier otro. Y sabía que cuando muriese, si no hacía nada por ella, me pudriría como todos los que venimos a vivir en esta tierra plana. Y como una idea, una palabra que se texturizaba en mi cabeza, la describí. La anote con trazos nerviosos y febriles. Cada uno de las imágenes que recordaba de ella debía de ser fieles, perfectas, exhaustivas, densas. Me pasaba horas eternas de la madrugada, desde que el sol se escondía por la tarde, hasta el amanecer, páginas y páginas, horas describiendo el bucle que con su mano izquierda escondía detrás de la oreja, y el sol del día iluminaba con tonos cobrizos y dorados. Debía dejar registro minucioso de cada uno de los bellos de ese bucle, y de cada movimiento, trazo, onda que se ocultaba detrás de esa oreja, y cuando se escapaba de allí, la tendrían que haber visto intentando quitárselo con un resoplido… Una vez culminada tan exhaustiva pero necesaria empresa, me pasaba leyendo esas hojas, todos los días con sus noches. Cada uno de esos trazos se convertía en una caricia de esas ideas, pero seguía sin ser ella, era algo parecido, pero no era lo mismo. Porque ella era imposible de describir, era una idea, una de las mejores ideas que he visto en esta tierra.
Soy un imbécil, lo sé, muchos de ustedes deben estar pensando eso, no importa, ya no. Me sentía como esos especímenes, esos machos de determinadas especies que son arrastrados por el instinto animal. Aquellos que su única razón es reproducirse, dejar una estirpe que a nadie le importa, pero no queremos otra cosa que eso, que aparearnos con la hembra aunque eso implique una muerte dolorosa, destrozadas nuestras cabezas por sus colmillos, desfiguradas por su veneno…
Y como les había dicho, ahí estaba mi solución, aunque no la viera. Pero ahí estaba, delante de mí todo el tiempo, como ese bucle que no se resignaba a desaparecer, yo debía desprenderme de esta cárcel de carne y hueso y volverme inmortal, ser una idea como ella, ser parte del secreto entrañable del universo. Las ideas, las ideas…Ya no me mancharía nada más, ya no me chorrearía el sudor ajeno, la transpiración vieja pegada en el ambiente. Ninguna saliva de ninguna boca, ni mía ni ajena me ensuciaría nuevamente. Sería infinito, como ella. Ya no más aquella masa de carne inservible.   

IV
Esa mañana era particularmente hermosa. Recién el sol comenzaba a aparecer entre los troncos de los arboles desnudos. Me levanté, elegí minuciosamente mi ropa, aunque toda era igual, pero esa mañana eran mucho más lindas que lo que las recordaba. Me afeité, me perfumé; lavé mis dientes, no saludé a nadie, nadie valía la pena, solo ella que me esperaba, lo sé. Me vi en el espejo, ahí estaba mi rostro, igual que otros pero muy distinto al mismo tiempo. Me imagino que por mucho tiempo, el rostro de uno era nuestra única marca de identidad, la única manera que otras personas den fe que somos uno y no otro. Pero tan endeble, el rostro, como la carne con la que está formada es igual de volátil y efímera como todo de este mundo. Los años, los golpes, las aventuras y desventuras, trasforman muchas veces nuestro xara, siendo nosotros mismos los únicos que sabemos a ciencia cierta nuestra
identidad. Sino presten atención al caso de aquél Martín Guerre, ¿Quién sabía realmente que era un impostor el que llegó luego de unos años de desaparecido? ¿Sus hijos niños? Su esposa por años nunca dijo nada, seguramente por obvias razones de sobrevivencia en un medio tan hostil. Porque obviamente ella sabía que el Martín Guerre no era el Guerre que se había ido por deudor, y eso quizás sea porque somos más que carne y un rostro que puede pudrirse o desfigurarse. Y todo surge como una idea, como los inmortales persas, Miller los convirtió en leprosos escondidos detrás de una máscara, aunque la realidad nos muestre una infantería que siempre mostraba el mismo número, la misma fortaleza, abandonando a los débiles, a los moribundos, a los heridos. Pero el caso es el mismo, la idea prevalecía sobre los hombres, primero detrás del anonimato de la homogeneidad, como una masa homogénea, un todo, una unidad. El otro, era la idea de trascendencia, no importa los hombres que conformaban ese regimiento de diez mil hombres, lo que importaba que siempre eran diez mil, eran Inmortales, no los hombres, pero si la idea.  

No me calcé, me gustaba mucho pisar descalzo el piso, la gramilla, el barro…Cuando llegué a la laguna que quedaba pasando el pequeño bosque frente a mi casa, el sol ya estaba frente a mí, tan grande, nunca lo había visto tan grande. La laguna tenía tonos naranjas y azules, verdes y violetas. El barro azul comenzó a meterse entre mis dedos, era una agradable sensación. Miento si sostengo que estaba tranquilo, nunca hubiese podido estarlo, por cada paso que iba haciendo a la laguna pasaban microsegundos que mi instinto de preservación me quería obstaculizar y escuchaba una pequeña voz que me decía que no lo haga. Pero enseguida pensaba en ella, en su sonrisa, y ese bucle que escondía detrás de sus orejas de elfa, y ese bucle me siguió acompañando mientras me iba metiendo en la laguna. El agua estaba fría, ya llegaba a mis rodillas. La idea era pura, y yo pensaba bañarme en ella. El barro podrido ya se metía por los dedos de los pies. En ese momento comencé a tragar agua, y ramas, me lastimaba los pulmones. No hubo gritos, ni ardores, ni manotazos desesperados de animal, nadie escuchó, agradecí por ello. De repente ya no sentí más dolor. La tragué, y entró en mis pulmones, y entró en mi estómago con esa podredumbre de barro violeta y yuyo viejo. Y me hice agua, y barro, y podredumbre, y solo quedó eso, nada. Hoy soy todos, pero principalmente soy ella, y en esa sustancia tibia en lo que nos hemos convertido somos una sola cosa y ninguna al mismo tiempo. Somos infinitos. La amo.    

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