El Abuelo de Matías
El condenado II
Cuando empezaron a desaparecer/hace tres cinco siete ceremonias/a desaparecer como sin sangre/como sin rostro y sin motivo/vieron por la ventana de su ausencia/lo que quedaba atrás / ese andamiaje/de abrazos cielo y humo//cuando empezaron a desaparecer/como el oasis en los espejismos/a desaparecer sin últimas palabras/tenían en sus manos los trocitos/de cosas que querían//están en algún sitio / nube o tumba/están en algún sitio / estoy seguro/allá en el sur del alma/es posible que hayan extraviado la brújula/y hoy vaguen preguntando preguntando/dónde carajo queda el buen amor/porque vienen del odio
Mario Benedetti Desaparecidos (fragmento)
Hace más de quince años que los escucho, nos lo puedo quitar de mi cabeza, son voces que se confunden con mis pensamientos, no me preocupo, por algo será.
A medida que los años avanzan y la realidad exige dar respuestas a los diferentes sucesos que a uno se le presentan, los recuerdos comienzan a ser descartados como si la misma fuera finita, limitada. En cambio algunos se cicatrizan a fuego en los pensamientos por la fuerza misma que lo ha generado. No vale la pena agregar que en mi caso sucedió porque hasta el día de hoy escucho sus voces y se que hasta que me muera será así, al menos que logren lo que buscan.
Todo esto empezó cuando conocí al Abuelo de Matías.
Todos los sábados nos juntábamos después de hacer la tarea del colegio para jugar al futbol con los amigos del barrio. No teníamos ni doce años, creo que el mayor era yo, que ya estaba por cumplir trece, pero los demás éramos compañeros de la escuela que estaban a un par de cuadras de mi casa. Como no teníamos un terreno cerca como para improvisar una cancha de futbol, siempre terminábamos jugando en la calle. En el pavimento, luego de disponer simétricamente dos adoquines que emularían el arco, largábamos la pelota y comenzaba el partido a un numero estipulado de goles, eso sí, antes se realizaba el tradicional “pan y queso” o la disputa “elijo pri” para conformar los equipos de manera par. Muchas veces (la mayoría para ser exactos) los deseos competitivos de ganar, llevaban a que los goles nunca se respetaran, y los partidos se extendían hasta el anochecer, cuando nuestros padres nos llamaban a bañarnos para cenar.
Los sábados y domingos eran mucho más esperados, no solamente porque no teníamos que ir a la escuela, sino también porque los partidos se podían extender mucho más. Pero el problema era siempre el mismo: donde conformar la cancha. Ya habíamos tenido muchos problemas porque los pelotazos habían roto un par de vidrios y los vecinos ya nos echaban sistemáticamente del frente de sus casas. Aquel sábado habíamos tenido el mismo problema, teníamos que encontrar una solución, y solo nos quedaba una que ninguno quería aceptar, ir a jugar frente a la casa del abuelo de Matías. El primero que se quejó, como era de esperar, fue Matías. El problema no era que iba a quedar mal delante del padre de su papá, sino porque sus padres no querían saber nada con que se acercara a esa casa. Ninguno de nosotros sabía porque de la negativa de los padres de Matías a visitar a su abuelo, pero aquello no era excusa para que nuestra imaginación volara a lugares lúgubres. Desde que teníamos uso de razón aquella casa parecía deshabitada, pero alguien vivía, y ese alguien era el abuelo loco de Matías. Como se sabe, en los pueblos pequeños todo suceso debe ser explicado, más allá de lo infundadas y místicas que parezcan las respuestas que se le dan a los mismos. Y el caso de la casa del abuelo de Matías no se escapaba a esa lógica. Las leyendas pasaban desde que el viejo ya se había muerto hacia muchos años y lo que se escuchaba a veces, era la voz de su fantasma; hasta sostener que en realidad nunca vivió nadie sino la vida reside en la misma casa. Lo que si se sabía y era afirmado por el mismo Matías, era que el viejo había llegado al pueblo cuando nosotros todavía ni habíamos nacido, antes del ’88, que había llegado de una guerra y que estaba loco. No se sabía nada más.
La madre de Matías lo iba a matar si se enteraba, pero no había otra opción, era eso o ir a dormir la siesta, y no conozco a ningún chico de 12 años que le guste dormir la siesta, menos un sábado. Y en esas situaciones debía entrar en acción yo, porque era mi deber por ser seis meses más grande. Le prometí que si la pelota se caía en el patio o tenia algún problema con la madre yo me iba a hacer cargo. Primero me miró desconfiado, pero luego me dijo que se lo jure, que me bese los dedos cruzados. Luego de haber realizado el ritual, nos fuimos al potencial estadio.
La calle estaba solitaria, a lo lejos se divisaba el final del pueblo donde empezaba la quinta de los Méndez. En la esquina se encontraba la casa del abuelo de Matías. En una cuestión de segundos, al ver aquella morada, lo que había prometido con convencimiento y porque sabía que no iba a haber problemas, comprendí rápidamente porque se habían tejido aquellas historias y porque la madre de mi amigo no quería saber nada con que se acercara. Todos los postigos y puertas estabas repletas, inundadas de tierra y mugre de muchísimos años, definitivamente estaban galvanizadas de barro añejado bajo el sol y el viento del norte de La Pampa ; estaba recubierto por un tapial, más bien por una muralla de ladrillos y cemento de unos 2 metros (en esa época, para mí era gigantesco) que apenas permitía la observación de la vivienda. Si Matías y las leyendas no hubiesen dicho que ahí vivía un viejo loco, hubiésemos concluido que la casa estaba deshabitada desde hacía mucho tiempo.
Yo y el Carlos del 5º B elegimos los equipos rápidamente y nos pusimos a jugar al futbol, eso si, no valía “quemar”. El partido era muy reñido, 5-5, hasta que el matungo del Seba la pateo con todas sus fuerzas y la pelota termino cayendo dentro del patio del abuelo del Mati. Entre insultos y gritos contra el Seba por la puntería y la potencia infundada del saque de arco, me quedaron mirando, en definitiva había prometido hacerme cargo de cualquier imprevisto. Yo también los mire, y me sentí importante, los miré como diciéndole “quédense tranquilos, acá está el Tincho”.
Decir que no tenia miedo seria mentir descaradamente en unas hojas que nunca serán leídas (o quizás ellos todavía pueden leer), pero tenia que quedar bien con los muchachos, los muchachos que confiaban en mi porque tenia 6 meses más de vida. Por eso trague saliva y me perfile para saltar el tapial. El sudor generado por las corridas en el piso asfaltado se convirtió rápidamente en heladas gotas de miedo, no sabia que me podía encontrar ahí adentro. Quizás el viejo loco cuando me viera en el tapial me volaba la cabeza de un tiro, o me comía, no se. Se me cruzaron miles de imágenes por la cabeza, pero las promesas son las promesas. Me lo quedé mirando el tapial unos segundos, era muy alto para mi edad, así que tuve que acudir a que me hagan “piecito”.
Una vez arriba pude ver mejor la casa, era realmente triste, esa era la palabra, triste. La mugre se mimetizaba con la emulación de selva tropical del patio, los yuyales casi tenían la altura del tapial. Cuando me estaba bajando de la muralla carcomida por el tiempo, se escuchó un grito de llanto dentro de la casa, me quedé petrificado, que cagaso me hizo pegar el viejo de mierda ese, pero no podía quedar como un cobarde, porque era el mayor, era al que siempre permitían que eligiera uno de los quipos en los picados.
Caminé en puntillas de pies, con el corazón en la boca, con el miedo que el viejo me matara o no se, en sima, a medida que no divisaba la pelota más miedo me agarraba. Seguí caminando, de repente la vi en el fondo del patio al lado de un limonero desvencijado. La alegría era tal que casi salgo corriendo, pero cuando cruce por la puerta de la casa de viejo, observé que estaba entreabierta, dentro de ella se escuchaba la voz ronca y silbante de un viejo, era una voz asustada, que insultaba y también maldecía sin sentido. Yo también tenia mucho miedo, casi me había pegado al piso, era muy profundo, aquella voz me helaba la sangre, pero tenia que saltar el tapial y devolver la pelota, pero la curiosidad comenzó a ganarle terreno al terror, hasta que no aguanté más y quise ver que pasaba adentro de esa casa de leyenda. Las palabras ahora eran más nítidas, “ándate hija de puta, déjame en paz” y se apagaban en un atroz sollozo, con insultos, lamentos mezclados en una inentendible tonalidad amorfa.
Estaba aterrorizado el viejo ese, estaba hablando solo, le gritaba a alguien que no existía (¿no existía?). Quise saber más. Entré por la puerta haciendo el menor ruido posible. Pero cuando la abrí para darme paso, la masacrada puerta chillo por las bisagras oxidadas, y el viejo me miró, pero no me prestó atención, seguía llorando e insultando a la nada. El hedor a orina, mugre, a sudor envejecida eran increíbles. La casa solo tenia una mesa con la silla donde estaba sentado el viejo, y un televisor con la señal cortada, era la única iluminación de la infame escena. Pero el viejo no estaba mirando el televisor, su mirada estaba dirigida a una pared. La miraba fijo, como si esperaría algo de ahí. Y los gritos continuaban, “Dejáme en paz, vos no tendrías que estar acá, no sos real, no podes ser real, hija de puta”. Luego de un momento de haber entrado el viejo se dio vuelta, los ojos mostraban años de no haber dormido, años de haber llorado, “¿vos la ves, los ves, no? Están ahí. La hija de puta tendría que estar muerta, todos ellos tendrían que estar muertos, porque hace años que los asesinamos, era una guerra-la voz se le hacia cada vez más pastosa por el llanto- una guerra y los matamos, pero no se van porque me quieren a mi y a los míos…”. No hice más que orientar mi vista donde el viejo me indicaba con sus dedos carcomidos y temblorosos. Casi me desmayo, porque el viejo no estaba solo. Por qué no agarré la pelota y me fui. En la pared, como parte de ella, pero que se desprendía en alguna de las extremidades, había una silueta, un cuerpo de mujer que adquiría cada vez más solides, mas fuerza. Ahí estaba, no tenia edad, era anciana y joven al mismo tiempo. Estaba desnuda, su cara desfigurada a golpes, cada una de sus partes emanaba una negra y coagulada sangre espesa. La silueta se percató de mi persona y me miró con sus ojos negros y vacíos de sentimientos, fue como si me hubiesen apuñalado la cabeza, el golpe fue tremendo. El cuerpo moribundo junto sus pocas fuerzas que tenia y me habló o lo pensé, o me lo hizo pensar: “Ayúdame, por favor, no de donde estoy, se que me secuestraron cuando volvía de la facultad, el 26 de septiembre del 74, no se donde estoy. Acá esta muy oscuro y las heridas me impiden pensar con claridad, lo único que sé es que mañana me trasladan…”. Sus ojos femeninos y destrozados comenzaron a fundirse con otras miradas, con otras caras, con otras voces. En cuestión de segundos, las voces eran como un coro de desolación, un rostro como un collages de anónimos e iguales. Miles de rostros que me pedían a mí una liberación que no entendía, tenía 12 años y medio, que iba hacer. Salí corriendo, llorando, muy asustado, pero no podía presentarme así delante de los chicos, adentro las voces seguían reclamándome, el viejo gritando que era una guerra. Me tapé los oídos hasta que dejé de llorar, recién volví a la cancha en ese momento.
Cuando bajé del tapial, los chicos se asustaron mucho, me dijeron que tarde como media hora y que estaba blanco como un papel, pero no les podía decir la verdad, solo le dije que era por el miedo y que sigamos jugando porque estaba por anochecer.
Ya pasaron muchos años desde aquel entonces, mañana cumplo 30 años. El mismo año que conocí al abuelo de Matías, el viejo apareció muerto, nadie quería decir nada, pero muchos de los viejos chusmas de la ciudad argumentaban que lo habían encontrado con los ojos vendados y un tiro en el pecho, pero nunca se supo nada, la policía lo tapo todo.
Quizás por eso del tapial y las puertas cerradas, quería escaparse, alejarse de sus muertos, pero se los llevo con él, lo encontraron, y ahora me acompañan a mi.
Lo más paradójico fue que al otro año se abrieron las causas por crímenes de lesa humanidad, pero el viejo ya estaba muerto (bien muerto).
Pero se que el final del abuelo de Matías no ha terminado nada, porque cada vez que me acuesto escucho sus voces, se que me convocan, tengo miedo, se que soy un cobarde, pero hasta que me decida seguirán estando con migo. Ahora están mientras escribo estas palabras, esta catarsis grafica. En estos momentos aquellos negros y vacíos ojos me dicen, como miles de veces me lo han dicho “…era el 74, iba a la Universidad y me chuparon, ahora no se donde estoy y se que me van trasladar, ayuda, ayuda Martín…”
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