Travesti
La luna se encontraba llena y en lo más alto del cielo negro de la noche. Desde
donde la miraba se le podían ver unos gigantes cráteres más grisáceos que el
conjunto del satélite. Alrededor, como abrazándola suavemente, había pequeñas
nubes. Las nubes formaban un marmolado con la luz blanca de ella, que me quedé mirándola
maravillado por largo tiempo. Seguramente se debía a mis sentidos agudizados
por la marihuana, pero seguramente si hubiese estado sobrio me hubiese parecido
igual de maravillosa. No era la primera vez que fumaba y se me daba por pasear
por la ciudad sin un objetivo claro más que el de caminar. Divagar era parte
del plan en medio de tanta rectitud impuesta. Uno en la vorágine de la vida, de
la cotidianidad que aplasta y asfixia, no le queda muchas ganas de perderse en
las pequeñas (y grandes) cosas de la vida, como apreciar una luna brillosa
marmolada en nubes de sintormenta. O un niño que juega saltando en un charco de
una esquina mientras su madre, igual de embotada y asfixiada por la vida, lo
mira azorada por su falta de responsabilidad de cuidar su vestimenta pulcramente
lavada y planchada. Pero el niño continúa saltando en el charco de la esquina,
indiferente de este mundo, inmiscuido en el suyo. Donde todo es un charco y él,
un charco sucio en la esquina de un mundo.
Y de repente se me vino a la cabeza una reflexión que había leído de un
libro que no recordaba muy bien de quién era, creo que Agamben. Citando a Benjamin,
argumentaba que luego de la Segunda Guerra Mundial nos habíamos quedado sin
experiencias, sin sucesos vivenciales que condensen la autoridad suficiente
como para que enriquezca nuestras vidas. En esa parte creo que Agamben decía
que hacía falta vivir en una ciudad, como para perder la capacidad de
experiencia. El porro, el niño, la madre azorada, el charco sucio, quizás no
sean descabelladas las reflexiones de Benjamin.
Terminé caminando por la avenida Spinetto, aunque era lunes en esa calle
siempre parece que es fin de semana. Las luces de las parrillas, restaurantes y
estaciones de servicio le dan otra imagen a la parca ciudad de Santa Rosa. Y en
los apartados más ocultos, de ferreterías cerradas o edificios abandonados se
comenzaban a apiñar los rostros pintarrajeados y las ropas sensuales y
degastadas por el uso. Las prostitutas comenzaban a ocupar sus cuerpos en la
oscuridad, esperando cobrar por sus cuerpos, por su carne y su sangre. En ese
momento no lo pensé, y me cuesta hacerlo ahora, sin embargo se me sigue
viniendo viene a la cabeza, implacable. El destino muchas veces puede ser una
palabra que busca ocultar la miseria que implica saber que estamos solos en el
mundo, y que las acciones dependen solo de nosotros y el mundo. Sin embargo, ¿Cuántas
posibilidades había que ese lunes, esa marihuana y yo hayamos llegado a esa
calle, a esa hora, en ese momento? Pero pasó y muchas explicaciones no tengo.
En ese momento estaba caminando por la calle del predio de La Rural de la
ciudad, cuando de repente vi unas luces blanquecinas que estacionaban en la
esquina de donde me encontraba junto a la luna. Ella, indiferente, como una
sirena que despreciaba los suplicios de un marinero enamorado, agachaba su cabeza
para informar a través del vidrio entreabierto el precio de su carne flaca y
alta. El conductor del caro auto, queriendo ocultar de las miradas que pasaban
por la avenida, pareció aceptar con un simple gesto de su cara. Se notaba que
le daba vergüenza. Le daba vergüenza haberla levantado. Le daba vergüenza
haberse levantado un travesti.
Estaba sorprendido, no porque vi a un travesti prostituyéndose, sino porque
conocía al travesti, lo conocía desde antes de travestirse. Nos habíamos criado
juntos, a una cuadra de donde me crié. Por aquella época se llamaba Cristian,
aunque ahora sé que nunca quiso llamarse así, o por lo menos desde que tuvo
conciencia. No éramos amigos. No de esos amigos de la infancia que uno va a la
casa, se queda a dormir o almuerza con la familia algún fin de semana. Pero era
de esos que uno lo identifica como “amigo del barrio”, que cuando jugabas a la
escondida, o algún juego infantil, participaba. Vecino sería la palabra
correcta. Me quedé mirando el auto caro mientras se perdía en la noche de la
ciudad. Me quedé pensando en el travestí que conocía de chico. Era el Maricón,
el Puto del barrio. Ahora, por la vida y sus azares, Puto y Maricón son
palabras que le he construido una vergüenza y asco muy fuerte. Pero de niño uno
es niño, si vale la redundancia, y para mí también era el puto del barrio. De
igual manera nunca lo molesté. Aunque de esto no estoy seguro. Sabemos que la
memoria y el recuerdo son mecanismos engañosos y manipulables, y quizás solo
quieren protegerme de acordarme de que era igual de imbécil que los demás.
Seguramente el olvido ha actuado sobre las veces que he seguido (o empezado)
las bromas en el barrio, me he reído de él, o simplemente callé. Callé.
Pero recuerdo que a él no le importaba una mierda. Seguramente más de una
vez se ha sentido desolado, cansado, resignado de los demás, y hasta de él
mismo. Pero parecía no importarle. O quizás, y seguramente es lo que sucedía,
era muy bueno ocultando la desolación que le causaba nuestra actitud, nuestra
intolerancia. Pero siempre fue lo que fue, nunca pareció usar una máscara
hipócrita a pesar de lo difícil que debió ser lo que fue (y sigue siendo). “Ser
lo que se es”, parece una frase hecha, una cita de algún libro de autoayuda
barato y estéril, pero creo que guarda una densidad aplastante. ¿Cuántos de
nosotros Somos? ¿Cuántos de aquellos que le decían (y decíamos) “puto de
mierda”, que le daban asco, que no lo invitaban a jugar, que lo despreciaban,
se miran en el espejo y vemos lo que somos y no lo que no podemos ser? ¿Cuántos
vemos lo que no somos y otros esperan que seamos? Y eso no nos hace Ser, solo
hace reflejar en el espejo una cascara vacía. Solo vemos ausencias. Lo que no
somos y quisiéramos ser. Pero me lo imagino a él mirándose en el espejo y
viéndose lo que es. Y ahí si hay una aceptación. En un mundo tan hijo de puta
como este, verse y aceptar lo que se ve, es más valeroso de lo que nos
atrevemos a aceptar. Aunque quizás, viendo lo que vi en la esquina de La Rural,
esté equivocado. Porque quizás él también se veía ausencia, se veía el cuerpo
equivocado, un azar de los genes que no representaban nada. Un cuerpo
masculinizado pero que no le pertenecía. Un cuerpo que no era suyo.
Me senté un rato en un tapial bajo en la misma calle donde estaba y seguí
pensando en lo que acaba de ver. Seguramente ya habían estacionado en algún
camino vecinal de la ciudad. Dudo que el avergonzado la haya llevado a un hotel
alojamiento. Pareciera que estoy allí. El conductor avergonzado se desabrocha
la corbata porque está nervioso, temeroso. Porque la vergüenza no solo es con
las miradas inquisitivas que se pudo cruzar por la calle y que lo hayan visto
deseoso de un travesti prostituido. La vergüenza era principalmente con Dios.
Porque piensa que no hay manera de escapar de su mirada omnisciente, de su juicio.
Y él deseaba a la carne prohibida, al pecado nefando, al engendro antinatural. Y
sin poderlo evitar el pene le va creciendo entre sus piernas, pareciendo
explotar entre su pantalón de vestir prolijamente planchado. Y de repente le
agarraría la cabeza y se la llevaría violentamente a ese pene inflado de sangre
y culpa. No le debe hablar, no la debe mirar a la cara. Cómo hacerlo, eso
implicaría aceptar una cara, unos labios pintados con labial barato de color
rosa. Mirar esa cara y esos ojos verdes era darle entidad, y no podía. Eso
significaría darle entidad a su objeto de deseo que se le rebalsa por la
entrepierna. Significaría convertirla en humana. Por eso necesita esconder su
pene erecto y ese rostro al que no lo quiere mirar a los ojos. Quiere que se la
trague toda, que desaparezca. Lo debe hacer con odio, con fuerza. Pero de
repente se mira en el espejo retrovisor iluminado por la luna llena que me
alumbra a mí a varias cuadras de distancia. Se mira y ve el rictus de su cara
distorsionado por el placer y la excitación, y va a eyacular. Va a explotar de
placer y de culpa. Ella seguramente acostumbrada a esos imprevistos, si eso
puede adquirir el nombre de improviso, hará un comentario sobre el precio de
que le acaben la cara, o se lo celebrará esperando el pago o evitando la
reprimenda del reprimido. Pero el semen quizás también le manchó la corbata de
seda importada. Y ahí se ve en el retrovisor con esa corbata manchada de semen,
de su semen. Y en un segundo de distracción mira al travestí a la cara, y le
mira esos ojos de humano. Y lo golpea. Lo golpea con fuerza, con asco, con
culpa. Con cada golpe sordo que asesta sobre la cara y cuerpo del travesti, se
va golpeando a sí mismo. Porque en ella ve su deseo y su culpa. Se ve en un
espejo. La golpea frenéticamente, sin pensar dónde, solo que debe pegar.
No puedo hacer nada, pensé, porque es un pensamiento, son mis conclusiones
amplificadas por el THC. Pero al mismo tiempo tenía la certeza de que estaba sucediendo.
Es decir, no creía que lo estuviera creando en mi mente. Sino que la
factibilidad de lo que pensaba estaba sucediendo a cuadras de donde estaba
sentado. Seguramente podrán decir que era parte que me había pasado de porro,
pero era distinto. Estaba angustiosamente seguro de que algo pasaba. Seguía
teniendo la certeza de que le seguía pegando, cuando le comenzó a apretar el
cuello, queriendo matar. Ni siquiera habla, solo aprieta. Y de repente deja de
hacerlo. Se mira las manos rojas y manchadas de maquillaje, y mira a su lado el
cuerpo que lucha por respirar hasta que se desmaya. Con terror empuja al
travesti fuera del auto, que queda inerte en el piso de yuyos de un camino
vecinal que tengo certeza dónde es. Antes de cerrar la puerta le tira diez
billetes violetas sobre el cuerpo desparramado de la travesti. Cierra la
puerta, arranca el auto y se pierde en la noche de Santa Rosa.
No se cómo, ni después me puse a pensar, pero supe dónde estaba. Sabía
dónde estaba. Abarrotado por la noche y la marihuana salí corriendo en su
búsqueda, esperaba que no sea tarde. Nadie merecía morir bajo esa luna. Nadie.
Estuve corriendo unas tres cuadras, cuando a lo lejos, en la oscuridad de
la noche, la vi. Primero era una mancha blanca tirada al costado del camino.
Pero a medida que me fui acercando, la mancha se fue convirtiendo en el cuerpo
flaco y alto de ella. Primero pensé lo peor, no la veía moverse. Pero cuando
estuve a unos tres metros de ella, se comenzó a mover. Primero solo fue un espasmo. Pero cuando se percató
de que alguien se acercaba intentó levantarse. Seguramente pensó que era el
avergonzado que venía a terminar con su culpa. Traté de tranquilizarla,
explicarle que no era el culposo. Le dije que no se preocupara, que lo conocía “Popi,
no te preocupes. Soy yo, el Tincho” “Qué Tincho” “El Tincho Martz. De Castex”.
Me quedó mirando por las aberturas que le había quedado por ojos. Lo habían
destrozado. Donde debía tener los ojos, solo tenía dos pequeás aberturas, como
ojo de alcancía. Eran dos pelotas violáceas que apenas podía abrir. Pero no
había sorpresa. No era la primera vez. “Qué mierda haces acá. Tómatela” “No
seas boludo” “Boluda” “Boluda, si, perdóname. Dale, déjame ayudarte, hay que ir
a un hospital”. Me siguió mirando con desprecio, quizás una pisca de vergüenza.
Pero me miraba con mucho odio. “¿Cómo mierda me encontraste?” No supe que
responderle. “Dale, no me jodas” Seguí sin responderle. “¿Estás con los milicos?
Respóndeme. “No, no. Nada qué ver. Dejame ayudarte, tenemos que ir al hospital.
Quizás te rompieron algo” “No, dejá. Estoy bien” “No estás bien…” Y no me dejó
seguir hablando. “Vos que mierda te pensás, ¿qué es la primera vez que me pasa?
No seas boludo”. Me quedé en silencio. La verdad de esas palabras tenía una
fuerza aplastante.
La incomodidad parecía que podía oler entre aquellos que rodeaba el camino
vecinal, como el agua estancada o el yuyo húmedo. El silencio se perdía entre
los ecos de los autos que pasaban por la Spinetto, o algunos sonidos de más
lejos. Finalmente, ya levantada y luego de intentos vanos por acomodar su ropa
destrozada, habló. “Si querés me podés acompañar a mi casa” Le dije que sí.
Fuimos todo el camino en silencio. No había mucho que decir. Sinceramente
no había palabras que pronunciar. El cielo ya no lucía esa luna brillante y redonda,
sino que ahora estaba oculta entre las nubes. Parecía que acompañaba la
situación. Si bien el recorrido que realizamos era relativamente cerca desde
donde nos encontrábamos, nos llevó mucho tiempo. Ella apenas podía caminar, y
aunque había una pierna que apenas podía flexionar, nunca me pidió ayuda. Yo
tampoco dije nada, no había nada que decir. El silencio parecía sofocante a
media que pasaba el tiempo. La incomodidad de los dos era evidente. “¿Cómo me
encontraste?” “No sé”, “No me jodás”, “No te estoy jodiendo. No sé” Seguimos en
silencio, de nuevo nos habíamos quedado sin qué decir. Cuando llegamos me di
cuenta que nunca había estado por ahí. Ni siquiera sabía que barrio era. La
calle de barro circunscribía pequeñas casas derruidas, sin revoque que nos
miraban desde sus posiciones. A mitad de la cuadra se detuvo y me dijo que ya
habíamos llegado, que desde ahí caminaba sola. No le contradije. Me quedé parado
mientras ella se alejaba, rengueando, con la ropa desgajada. Antes que se
alejará mucho le pregunté cómo se llamaba ahora me dijo que se llamaba Zoe. Le
dije que me parecía un lindo nombre. No me dijo nada. Yo tampoco.
Me fui caminando solo, en la noche. Pensando. El cielo ya estaba
completamente nublado, la tormenta ya se había comenzado a formar en el
horizonte, y los refusilos comenzaban a alumbrar esa madrugada de martes que
parecía no querer terminar. De repente se largó a llover. Seguí caminando. Las
gotas comenzaron a mojar mi ropa y el frio del viento se comenzó a sentir.
Seguí en silencio hacia mi casa, no había mucho que decir. No había nada que
decir.
“El hombre moderno vuelve a la noche
a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o
tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia” Giorgio Agamben “Infancia e Historia”.
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