La lluvia siguió cayendo torrencialmente por un par
de minutos y luego se normalizó. Ninguno de los presentes se movió por un
instante. Todos parecían que querían irse, pero ningún parecía animarse.
Finalmente, de atrás de donde estaba él, comenzó a escucharse unos pasos
seguros que avanzaban hasta la lluvia. Era Gonzales, el gordo Gonzales. Siguió
caminando hasta que estuvo delante de todos. Los miró cómplices, sin emitir una
palabra pero intentando decir muchas cosas. Todos lo miraban con la misma
expresión. Con lentitud pero con firmeza, se fue poniendo la capa, uno de los
compañeros le pasó unos lentes de sol, se apretó la capucha hasta que solo
quedó los lentes afuera, y salió a la lluvia. Apenas su cuerpo salió de abajo
del toldo se escuchó un bufido de sufrimiento pero nada más. Sus pasos eran
firmes pero cuidadosos, esquivando charcos que se habían formado. Su caminata
iba siendo alumbrada por los pocos rayos del sol que podían salir de atrás de
las nubes, de los truenos y relámpagos. Cuando había hecho unos largos metros,
ya su caminata no era lo segura que había sido al principio, les pareció
escuchar mas de un bufido de dolor, y estuvo a punto de trastabillar un par de
veces. Pero quizás era idea de ellos. Todos los que estaban en la puerta
miraban expectantes a aquel valiente que se había adentrado en sus miedos.
Mientras tanto, los rayos y relámpagos eran cada vez más fuertes y caían más
cercanos. No podían dejar de mirar al aventurero, pero los relámpagos estaban
más y más cercas. Hasta que uno golpeó en el pararrayos del tinglado, pero el
segundo cayó en el medio del patio, donde la onda expansiva de la estática los
volteó a todos en un sonoro dominó metálico. Cuando pudo levantarse volvió la
vista hacía su salvador, pero yacía en el piso, todavía retorciéndose por los
choques eléctricos que había sufrido.
Todos se quedaron en silencio pero aún más
horrorizados. Nuestro protagonista no lo podía creer, era la primera persona
que había visto morir, y encima estaba ahí delante de ellos, en el patio del
trabajo, quien quiso poder romper con el miedo que le generaba la lluvia,
estaba muerto en el suelo…muerto.
Nadie salió a ayudar, a ver si estaba muerto o
todavía podían salvarle la vida. Avergonzados y asustados seguían en el mismo
lugar que antes, mirando el cuerpo, incapaces de poder adelantarse.
Seguían sin hacer nada, miraba el agua que no paraba
de caer; las bicicletas una a lado de la otra, viejas y oxidadas; autos en el
medio del gran corredor de barro, igual de viejos; los compañeros de trabajo
con esas caras descoloridas, ya anaranjadas, manchadas, en silencio. Él no
podía dejar de mirar el cuerpo que yacía en el suelo. No pudo soportarlo mucho
más y se decidió ir a poder ver que podía hacer con su valiente compañero que
yacía en el piso. Sin embargo, al primer paso que hizo afuera del techo, las gotas
que golpearon su cuerpo le pareció que lo perforaban. El susto fue tal que
estuvo a punto de caerse de espalda. Detrás de él se escuchó un bufido de
consternación ante la situación. El intento se quedó solo en eso.
Las luces verdes y blancas de la ambulancia que venía
por la ruta mojada los hicieron tranquilizar. Él se preguntó quién lo había
llamado, y se acordó que dentro de la fábrica había un teléfono. Estacionaron
al lado del cuerpo, cuando se bajaron del vehiculo llamaron hacía él lugar
donde estaba el montón de trabajadores para que vayan a ayudar, pero nadie se
movió. Llamaron de nuevo, extrañados, pero siguieron sin moverse. El enojo de
los enfermeros fue en aumento cuando ni siquiera salían voces desde las
personas que estaban apiñadas dentro del techo, preguntando a los gritos por
qué nadie había ido a socorrer. Pero ellos no sabían nada, pensaba nuestro
protagonista, cómo explicar que no podían. Lamentablemente, eso no fue todo.
Cuando quisieron levantar, la confianza los hizo caerse en el suelo embarrado,
entre ellos se comentaban que pesaba demasiado. Tuvieron que llamar al
conductor para poderlo subir a la camilla. Con mucho esfuerzo cuando lograron
depositarlo en el vehiculo éste se hizo hacía atrás por el peso. Pero además de
eso, el ruido a metal que hacía el cuerpo, como un robot averiado. Pensando que
era una broma, miró a los que observaban desde el galpón, pero algo vieron
porque sus caras se transformaron en susto. No dijeron más nada y se fueron por
la misma ruta por la que habían venido. Y ellos en silencio, siempre en
silencio.
Fueron pasando las horas y ellos en el mismo sitio,
sin moverse, deseando que la lluvia terminase. De repente comenzó a sonar la
alarma del fin de turno. Lo descubrió distraído, ni siquiera se había dado cuenta
que habían pasado tantas horas. El haber estado tanto tiempo parado lo llevó a
que le duelan mucho más las articulaciones, y la humedad. La alarma siguió
sonando. El lugar se había quedado en silencio, sin ruidos de metal contra
metal. Sólo se escuchaba el ruido de la lluvia cayendo, los movimientos de los
trabajadores de la puerta, se empezaron a escuchar los sonidos de muchos pasos
que se iban acercando donde ellos estaban. Los pasos se siguieron escuchando
hasta que se frenaron detrás de ellos, y eso no le asombró, al igual que los
que estaban desde el turno anterior, ambos no querían mojarse.
Finalmente la lluvia comenzó a amainar. Un fuerte
viento comenzó a llevarse las nubes cada vez más livianas, y mientras tanto
seguía lloviznando apenas. Ellos seguían haciendo lo mismo que horas atrás, se
cambiaban de pies; sacaban sus paquetes de tabaco, convidaban cigarrillos
armados. Nuestro protagonista fumaba de sus cigarrillos, Jockey, ya ni se
acordaba porque los había elegido alguna vez en su adolescencia. Le habría dado
lo mismo prenderlo o no prenderlo, pero siguió lo que estaban los demás. Entre
pitadas movía los hombros porque le dolían mucho, además cuando absorbía el
humo le hacían dolor los dientes como aquella mañana.
Cuando comprobó por varios minutos que la lluvia
estaba por terminar, se acomodó el rompevientos, intentó que ninguna parte de
su cuerpo quede expuesta al agua, y salió de abajo del toldo. En un primer
momento la cortina de humedad no le hizo nada, apenas un pequeño ardor le cubría
por aquellas partes donde se filtraba el agua. Sentía la mirada de todos sus
compañeros en su espalda. Silenciosos, pero sabía que lo estaban apoyando. Con
paso firme fue hasta donde tenía la bicicleta. Tomó aire, con la cara y las
manos ardiendo, y salió pedaleando. El fuerte crujido de la caja pedalera fue
acompañado de un intento de habla de sus compañeros de trabajo, un bufido que
intentaban vitoréalo.
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