Sin terminar la taza de café, salió
apurado de su departamento monoambiente. Antes de terminar de apagar la última
luz, miró para atrás y ahí estaba la cama, revuelta, pero sola, tan sola,
pensó.
A penas salió de su casa, observó
con felicidad la niebla que cubría la ciudad, las calles de tierras
empantanadas y esa capa blancuzca y grisácea. Pensó que le daba un tono
melancólico que a Eduardo le gustaba. En la esquina de su departamento se subió
al colectivo que lo llevó al centro de la ciudad, por eso se aguantó las ganas
de fumar, ansias tan fuertes en Eduardo. Una vez en el colectivo, se puso los
auriculares y comenzó a escuchar el primer tema que le surgió en el reproductor
de música. Entre los ruidos fatigados del motor del colectivo derruido y
algunas conversaciones de pasajeros, siguió en silencio, escuchando música.
A los minutos, ya había llegado al
centro, hizo unas pocas cuadras para llegar a la terminal, siempre luminosa,
como si no durmieran nunca los que ahí trabajaban o asistían. La noche ya se
había convertido en mañana hacía una hora, su reloj le mostró que eran las
siete menos diez de la mañana. Para los barrenderos se había convertido, o se
estaba por convertir en el fin de su jornada. Abrigados de tal manera que solo
se les podía ver sus ojos entre gorros y bufandas, a Eduardo le parecían unos
Ninjas. Mientras lo pensaba se le escapó una sonrisa, porque siempre pensaba
las cosas en comparación a otra. Pero no le causó gracia el frío que debieron
haber pasado. Pero luego lo pensó mejor, que no era alocado considerar que eran
unos Ninja. Las personas ataviadas de traje y corbata pocas veces reparaban en
aquel sujeto inflado de abrigos color naranja, en cierto sentido eran como
invisibles, aunque la palabra correcta sea sigilo, y de nuevo enarbolo una
mueca acida.
Cuando llegó a la terminal, se
acomodó cerca del andén que marcaba el número 22, el andén donde supuestamente
iba a llegar el TUS de Retiro. Se prendió el primer cigarrillo de la mañana, el
humo le entró por los pulmones, y si bien se mareó, la ansiedad de fumar lo
reconfortó en gran medida. La primera bocanada de humo que expulsó se mezcló
con la niebla espesa que se había posado sobre la ciudad. En ese momento odió un
poco la niebla que en un primer momento le pareció simpática, porque era muy
peligrosa para el transito, y anda a saber si le pasa algo al colectivo, pensó.
Y a eso se le sumó que el último mensaje que recibió la noche anterior le decía
que estaba saliendo de la terminal de Retiro a las 23:00, y que el ticket del
colectivo le decía que iba a llegar a las 7:00. Pero ya eran las 8:30, tanto no
se podía atrasar, pensó, encima no recibía un mensaje del mismo que le envió la
noche anterior a las 23:00, donde le dijera que estaba todo bien, que estaban
varados por la niebla, o por alguna goma pinchada, que estaba todo bien, que
nos e preocupara, que lo extrañaba…
Y ahí se acordó de nuevo, como todas
las noches, los días y las tardes donde se acordaba. Mientras se prendía otro
cigarrillo, que también se mezcló con la neblina que seguía igual de densa. No
sólo le preocupaba que el colectivo le haya pasado algo por responsabilidad de
la niebla, lo que era lo mismo decir que a que el emisor del mensaje le haya
pasado lo mismo. Lo que más le preocupaba era que, y eso lo hacia sentir un
miserable y egoísta, no lo pueda ver más. Y eso le hacía doler el pecho,
imaginado, pero que dolía tanto. Un dolor que nacía en la boca del estomago, se
gestaba ahí para luego llegar hasta el corazón y amenazar con destruirlo,
descuartizarlo; un dolor que solo se iba cuando se acordaba de otros problemas,
como su falta de trabajo, las cuentas a pagar.
Mientras tanto el cigarrillo se terminó,
la colilla se estrelló sobre el piso, y entre los andenes de la terminal,
jóvenes con ropa de salida nocturna pasaban caminando, para ellos, al igual que
aquel Ninja barrendero de calles, el día también terminó, aunque Eduardo sospechaba
que de manera más feliz o despreocupada. Y se acordó de las novelas de la
televisión, donde si bien sufrían de amores perdidos o no correspondidos,
parecía que sus situaciones económicas estaban aseguradas, como decía Mafalda,
imaginate si en esos momentos tan sufridos le llegaran las boletas de los
servicios. Esos boludos no tienen problemas económicos. Mal de amores en nubes
de pedos.
Y todo aquello se debió porque el
mensaje anterior que había recibido un poco después de las 23:00, estaba
firmado con un “te extraño mucho”, palabras tan cortas, tan pocas, pero
suficientes para que sacara el celular para verlo de nuevo. Como tantas otras
veces lo había hecho, y de nuevo, como si fuera una puñalada en el medio del
esternón, perforándoselo sin piedad, como si fuera un espiral, donde cada
mirada a ese mensaje le iba a doler de nuevo como la primera vez. Y ese ritual
de remirar el mensaje terminó, comos siempre terminaba con la confirmación del
remitente, para asegurarse que era el, que lo firmaba Hernán, aquel al que
estaba esperando en el andén 22, al que temía que le haya pasado algo.
Cuando guardó el celular de nuevo en
el bolsillo de su campera, el contacto con el paquete de cigarrillos le dio
excusa para prenderse otro y pensar, mientras la ciudad despertaba. Pensó en
como esas palabras tan cortas, escuetas, sumadas a un nombre podían disparar
tantas imágenes de recuerdos. Para Eduardo ese “te extraño” era verse en la
cama que aquella mañana la vio tan sola, implicado tantas en marañas de sabanas
y cuerpos, donde a simple vista solo se veían sus caras enfrentadas, jadeantes,
mientras se sonreían. Pero también recordaba, verlo a Hernán, desnudo de la
noche anterior, preparando un mate, o cocinando. Y ese dolor, o angustia, o
malestar en el pecho es lo que llamamos extrañar, pensó Eduardo. Y lo peor de
todo, o no, ya ni sabía, es que solo pasaron tres semanas, aunque el último día
fue el peor, quizás por la misma ansiedad de saber que era cuestión de tiempo
para poder tocar de vuelta ese cuerpo al que se añoró tanto, sus palabras, sus
olores, sus miradas…Una ansiedad donde ya no iba hiciera falta un “te extraño”
en la pantalla de un celular, quería estar cara a cara con la persona que le
hacía olvidar de sus problemas, aunque sea por un pequeño instante, y solo
pensar ellos dos, que se iban hacer, en la cama, en el piso, en el baño, pero
también sonriéndose mientras uno de ellos hacía fideos blancos.
Pero ahora esta niebla de mierda, se
dijo a si mismo, niebla de mierda andá a saber que pudo haber pasado, y el
dolor de nuevo. Siguió mirando la niebla y las auras naranjas que formaban las
luces del alumbrado público que ya comenzaban a apagarse. Se prendió otro
cigarrillo mientras se prometía que iba a ser el último porque se quedó sin
plata. Siguió largando humo mientras el barrendero sentado debajo de una
planta, dormía o descansaba en espera que termine su jornada laboral.
Cuando se quiso dar cuenta, y antes
de poder pensar si iba a caer en el ridículo, fue a hablar con el que estaba
atendiendo la sala de informes. Preguntó qué había pasado con el colectivo de
las 7:00, que ya eran las 9:00 y no había aparecido. El empleado de la terminal
le contestó que con la niebla se había retrasado, pero que no se preocupara,
que ya estaba por llegar. Y a penas terminó esa frase se escuchó decir, que solo
estaba esperando a un amigo. Y quedándose serio, y el de informes sin
comprender que había pasado, se fue nuevamente afuera, pasó por el quiosco y se
compró un atado de diez cigarrillos, olvidándose de la promesa que había hecho
minutos atrás, pensando en lo que había dicho en la sala de informes: “un
amigo”.
Afuera de nuevo y de nuevo con un
cigarrillo en la boca. Sin creerle mucho al de la sala de informes, se terminó
sentando en un banco que quedaba frente al andén 22, mientras los autos
circulaban con cautela ante la niebla, esperando. Pero finalmente, entre la
niebla aparecieron unas luces amarillas de un colectivo que tenía como origen Santa
Rosa. Manteniendo la respiración vio que se ubicó en la plataforma delante de
él. El colectivo frenó con el sonido de descompresión de aire tan
característico. En ese momento, muchos se bajaron desperezándose y salieron
hacia la ciudad de niebla; otros esperaban sus bolsos. Pero entre ellos ninguno
era Hernán, siguieron bajando pero ninguno era la persona que le firmaba los
mensajes de texto. Hasta que al final, con su bolso en la espalda, Hernán pisó
el suelo del andén. Todavía lagañoso, Eduardo observó que lo estaba buscando
con la mirada, hasta que lo encontró, y sus miradas se cruzaron luego de tres
semanas, y se sonrieron. Hernán se acercó hasta Eduardo, y dejó el bolso en el
piso, y atinaron a darse la mano, pero sonriendo se dieron un fuerte abrazo. Lo
largo suficiente como para que ambos se recuperen el aroma del otro. Se abrazaron
como dos viejos amigos que hacía mucho que no se veían, habrán dicho algunos,
otros ni siquiera prestaron atención. Lo que solo ellos saben es que cuando pueden,
se quedan mezclados entre las sabanas, con sus cuerpos, y se sonríen, todavía
jadeando.
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