Les dejo un cuento que he escrito hace poco tiempo. La temática es sobre la violencia infantil, y como muchas veces las frustraciones sociales de los adultos por esa sociedad tan podrida, recae sobre los niños, que muchas veces se creen que es propiedad de alguien.
Además de eso, es parte de experimentaciones en el estilo, donde juego con la temporalidad y los personajes.
Espero que les guste.
Además de eso, es parte de experimentaciones en el estilo, donde juego con la temporalidad y los personajes.
Espero que les guste.
El Rostro
Esta vez iba a ser distinto, vas a ver. Todos los días lo mismo,
que estúpido esto, que estúpido lo otro; que lamento haberte salvado; que te
tendrían que haber dejado ahí, en la mugre, para que te coman las ratas... Pero
se terminó, ya se lo voy a decir, que me cansé, basta.
Los cordones desatados de sus inmaculadas zapatillas blancas
ADIDAS se iban arrastrando por los baldosones de cemento, mientras volvía de la
escuela. El sol del mediodía le iba calentando la cabeza mientras masticaba
bronca y miedo. Esas blancas zapatillas con sus cordones desatados iban jugando
a no pisar las líneas de las uniones de las baldosas, Me hubiese dejado, si eso
es lo que quería, me hubiese dejado ahí y listo, que se cree. Que ahora puede
hacerme lo que quiera, no señor. Ya se que es el que me crió, el que me salvó,
pero eso no le da derecho a que me trate y me pegue como me pega. El techo de
zinc crujiendo ante el sol ardiente de la mañana de verano, el piso de tierra
que se va coloreando con un ancho y brillante charco de una amorronada sangre
embarrada. Gotea, gotea si cesar. Esa gota escarlata que viene desde un mantel
plastificado, mantel decorado con flores de colores chillones, aunque no tan
chillones como la sangre que gotea. Esa sangre que viene de más arriba, de al
lado de una caja de vino tetrabrik, también salpicada por gotas, casi vacía y
con el poco resto del contenido ya entibiado. Sangre que proviene de lo que
antes había sido una cara, y ahora solo un amasijo de carne reventada por
esquirlas de plomo. Una mano todavía apoyada sobre una escopeta oxidada. El sol
todavía en lo alto del cielo, el techo de zinc crujiendo, la sangre todavía
chorreando, el rostro todavía desfigurado, un niño mirando lo que antes era un
rostro.
La plaza del pueblo estaba despoblada como siempre a esa hora, un
auto rojo que pasa por la calle enfrente de la iglesia. En la plaza, el reloj
cucú que nunca marca la hora, unos árboles que casi dan la sombra de manera
vertical, unos gorriones que acompañan a otras palomas. Muchas veces pensó que
quizás la culpa la tenía él, que por algo que no se daba cuenta lo hacía
enojar, y por eso se tenía que aguantar las palizas. Pero con el paso del
tiempo comprendió que no había nada de eso, que en realidad solo lo hacia por
hacer. Pero este día, cuando las plantas daban la sombra casi verticalmente y
los gorriones salían volando azarosamente se había dicho que basta. Le había
parecido que el escritorio era muy alto, tan alto. Apenas podía ver algunas
cosas que estaban encima del mueble: un par de hojas sueltas y otros objetos
que le parecían tan lejanos como el mismo escritorio. A su lado estaba sentada
una persona que con una amplia sonrisa se presentó como Alfredo, Pero podes
llamarme Alfre, vamos a ser buenos amigos. La persona que estaba atrás del
escritorio que era muy alto había empezado a hablar con una voz lenta pero
grave, Bueno señor Sánchez debe firmar aquí con su respectiva aclaración, y
también aquí. Espero que se lleven bien. Ahora ya no le hablaba a Alfredo, sino
a él, pero seguía sin verlo porque el escritorio era muy alto. Alfredo me
agarró de la mano y salimos de la puerta. Antes de salir me di vuelta, ahora si
lo veía, porque el escritorio alto había quedado más lejos, me sonreía, Chau
Martín, que sigas bien. Alfredo es muy bueno, acordate que el miércoles va el
señor Ruiz a visitarte. Ruiz era el psicólogo, hasta no hace mucho venía a
visitarlo. Me decía que era psicólogo, yo le pregunté que era eso, y
disculpándose me contó que los psicólogos son como doctores del corazón, cuando
las personas están tristes, Por qué tendría que estar triste señor Ruiz ,
Porque tu papá se fue al cielo y Alfredo ahora se encarga de cuidarte y
quererte como si hubiese sido tu verdadero papá. La sangre chorreando sobre el
mantel plastificado, las flores; Alfredo, su sonrisa colmilluda, el cinto.
La calle de asfalto, el boulevard que empieza con un monumento a
Almirante Brown. Desde esa calle ya se podían ver los caminos de tierra que
llevan a las quintas, los caminos vecinales que quedan al frente de la casa de
Martín, donde va a decir que ya basta, que qué se cree. Sus pasos, con los
cordones desatados, eran cada vez más lentos. El miedo, el miedo y el techo de
zinc y el escritorio alto. Se arrodilla para atarse los cordones, vuelta atar
el de ambos pies. Las quintas parecían más cerca que antes, terriblemente más
cerca. Me tengo que animar, porque esto se tiene que terminar.
Cada vez más cerca de las quintas, el sol igual de alto, las
zapatillas ya no desatadas, gorriones gritando desde los árboles. Su casa, un
Hola mamá, un…Hola…papá. Sacarse el guardapolvo, olvidarse de sacarse las
zapatillas blancas, sentarse en la mesa, comer.
Terminó de comer último, en ningún momento sacó la mirada de
Alfredo, sentado frente a él, Ya vas a ver, hoy se acaba. Dijo Bueno provecho y
se levantó para ir a no sabía donde, parecía que hoy no iba a ser el día. De
repente la voz colmilluda de Alfredo, Andá a cortar el pasto y después a lavar
el auto, No quiero, Cómo, Que no quiero, que me cansé de que me mandes y me pegues,
¿A sí? Alfredo, el que quería que lo llame Alfre, sin mediar palabra le metió
una trompada en el medio de la nariz, Te dije que no lo voy a hacer, y seguí
pegándome que no lo voy a hacer igual, viejo choto. Ni siquiera sabía si lo
había dicho o lo había pensado. Los cordones, igual de blancos que las
zapatillas, comenzaban a mancharse con pequeñas gotas de sangre, pequeñas gotas
que no sabía si caían en sus pies o en el piso de tierra bajo el techo de zinc.
Otra piña, ahora en la boca del estomago. Martín cayendo rápidamente de
rodillas sobre el piso encerado, le faltaba el aire como tantas otras veces. Ya
había pasado una semana desde que había dejado el escritorio tan alto.
Caminando con Ruiz por la calle que daba al lado de la cuneta, al frente de las
quintas, Cómo te está yendo martincito, Bien, ¿Seguro?, Seguro. Cómo decirle
que el día anterior cuando se le resbalo una bolsa de Pórtland que estaba
cargando al patio, Alfredo al que quería que llamen Alfre, le pegó un cintazo
en la cabeza que casi le hace perder un ojo. Qué te pasó en el ojo, Nada, Cómo
nada, Nada, estaba corriendo adentro de la pieza y me pegué con la cama. Con
las pocas fuerzas que le quedaban se lanzó contra Alfredo, el de la sonrisa, el
del cinto. Casi se cayó, más por el asombro que por la fuerza de Martín. Cuando
arremetió de nuevo, Alfredo ya estaba preparado y le pegó nuevamente, una y
otra vez, negro.
Sos un estúpido, sangre en el mantel plastificado, sangre en la
zapatilla blanca. Se despertó no sabe cuando, le dolía todo, principalmente el
corazón, aquel que Ruiz no había podido curar. La primera vez que intentó
levantarse no pudo. Miró sus ADIDAS, la gota se había vuelto una mancha rosada
en casi todo el calzado. En el segundo intento lo logró, cojeando, arrastrando
las zapatillas blancas, salió para el baño. Le dolía la cara tremendamente,
Aunque no como le habrá dolido a papá bajo el techo de zinc. Se lavó la cara,
le dolía tanto. Sin mirar ni siquiera las zapatillas, se metió en la ducha para
ver si el agua fría le calmaba un poco el dolor. Salió de la ducha, se comenzó
a secar, temblando, evitando presionar las partes doloridas. Distraídamente se
miró en espejo en busca del estado de su rostro, y ahí estaba lo que no debía
estar. Ya no tenía el rostro que había tendido hasta no hace mucho. Ya no era
el joven Martín, era el rostro de Alfredo, no había marcas ni machucones, no
había nada. Desesperado, sin ni siquiera mirar la ropa que se había sacado,
salió del baño y se dirigió a la cocina donde hacia solo unos minutos había
gritado viejo choto. Casi se trompezó con
algo que era un cuerpo, que era su cuerpo, que tenía ese tabique
hinchado, donde su sangre había manchado las blancas zapatillas.
En llantos, Martín, si era todavía Martín, salió hacia el baño,
para ver el rostro al que no le creía. Mientras se miraba manteniendo la
respiración, se da cuenta que ya no tiene un rostro de pre-adolescente. Sombras
de barba rodean los pómulos y la barbilla de su rostro, ojeras tan profundas.
No quiere mirarse más, sale nuevamente para la cocina, el cuerpo sigue ahí, las
zapatillas y la sangre. Casi sin animarse a tocarlo, por miedo a no se que
extraña paradoja, lo da vuelta queriendo ver ese rostro. Es su antigua cara, en
realidad no del todo, tiene rasgos, los mismos rasgos que sangraban igual que
los suyos. Un rostro que guardaba un parecido, un parecido que pudo tener el
suyo con el de su padre, antes de que sea una escultura bizarra de carne y
sangre. Antes del vino, debajo del techo de zinc. Sin ya mirar el cuerpo, se
prende un cigarrillo y mira por la ventana, donde el anochecer tiñe de azul los
edificios.
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