El estruendo latoso, continuo y monótono del
despertador a cuerda sonó hasta que su mano frenó los martilleos del mismo.
Cuando se despertó, le pareció que no había dormido nada, que solo había sido
una siesta. El estruendo se había acabado, pero seguía repiqueteando el que
correspondía con el segundero. En medio de la negritud observó que hora era,
las agujas, fosforescentes, marcaban que una aguja corta y gruesa se posaba
sobre el cuatro, mientras que otra más larga y fina se posaba sobre la zona del
doce. En otras ocasiones, esos números hubiesen sido iguales o tan banales como
la oscuridad que cubría su cuerpo ese jueves de noviembre con aires de verano.
Pero ese cuatro y aquel doce luego del tintineo violento, significaban que era
de madrugada y que dentro de dos horas debía ir a su primer trabajo. Se levantó
sobresaltado, la ansiedad y nerviosismo no le habían permitido dormir mucho.
Había terminado el séptimo grado hacia unos años pero
había trabajado con su padre en construcciones y changas de albañilería. Era el
primer trabajo que iba a trabajar solo. Lo encontró por comentario de una
vecina del barrio que decía que en FORJA, una importante fabrica de la ciudad,
estaban tomando nuevos trabajadores jóvenes. Ese mismo día fue hacía la
secretaría que tenían en el centro. Cuando llegó había algunos delante de la
fila antes que él. Las preguntas que le hizo el que tomaba a los trabajadores
fueron las habituales, aunque le llamó la atención cuando le preguntaron si
tenía o algún familiar problemas en las articulaciones. Ese mismo día lo
llamaron para que fuera a trabajar el lunes siguiente.
Y así fue como el lunes a las cuatro de la mañana se
estaba levantando ansioso pensando en que no iba a tener tiempo para desayunar
y tomarse el colectivo de la empresa a tiempo. Pensó que tampoco iba a tener
tiempo para bañarse, así que solo se vistió con las ropas de grafa que había
comprado y fue al baño a orinar. Mientras se terminaba de despabilar y orinaba
pensaba en otras de las recomendaciones que le había hecho el secretario antes
de irse, le había dicho que no intentara hablar con los trabajadores, además de
ser poco sociables, con las épocas que corrían no hacían otra cosa que mentir.
Una vez en la cocina-comedor encontró a su madre que
también salía para su trabajo temprano. Le dio un beso en la mejilla y se sentó
mientras sintonizaba la radio, estaba sonando un tango, no le gustaban los
tangos, pero la dejo en esa emisora para poder escuchar el noticioso. Los
tangos siguieron sonando hasta que se tuvo que ir a la parada del colectivo.
El amanecer no se estaba haciendo esperar en aquellos
finales de noviembre, apareciendo entre los edificios del horizonte. Todavía
era muy temprano y por eso solo vio a un canillita en la calle mientras iba a
la parada. Cuando llegó ya había dos de los compañeros de la fábrica. Con una
formal simpatía los saludó, pero solo recibió una mirada y una movida de cabeza
en lugar de saludo. Con extrañeza pensó que quizás a eso hacía referencia. A
los minutos llegó el colectivo y se subieron. Arriba ya había otros compañeros,
lo que le llamó la atención fue que no tenía asientos, todos los trabajadores
iban parados. Además de eso, un fuerte ruido a entrechocar de metales comenzó a
sonar mientras el colectivo estuvo en marcha y aún más cuando arranco. El
sonido parecía más agudo ante el silencio mortuorio de todos y cada uno de los
que iban encima del mismo. El ruido era muy fuerte, como llaves gigantes
entrechocándose en un llavero, y si eso fuera poco, a ninguno de ellos parecía
importarles, seguían en su silencio. Mientras tanto y ya sin entender a los que
viajaban con él, se puso a mirar por la ventana, el paisaje comenzaba a dejar
de lado los edificios altos y empezaban a aparecer los barrios de planes
sociales y las pequeñas casas de chapa. Finalmente el colectivo y sus continuos
tintineos metálicos agarraron la ruta y siguió avanzando. Allí ya casi no había
casas, solo algunas desperdigadas entre descampados y chacras. Las últimas que
vieron fueron un conjunto de ranchos que estaban a pocas cuadras de la fábrica,
una de ellas tenía un toldo de paja, y lo que le llamó la atención es que
afuera había una mujer que miraba fijamente el colectivo, y si su vista no le
falló, lloraba. Siguió mirando, y al lado de la banquina había una bicicleta
destruida con el cuadro partido en dos. A los pocos segundos ya se divisaba el
gran tinglado que era FORJA. En ese momento se acordó cuando le preguntó al
secretario de la fábrica qué eran lo que producían. Aquel se lo quedó mirando y
le contestó “objetos de metal”.
Finalmente llegaron a la fabrica, el
sol todavía se asomaba por entre los edificios, pero la claridad ya era
notable, la humedad de los días de lluvia anteriores refrescaban el ambiente.
Su colectivo engrosaba la fila de otros que hacían el recorrido por otras
zonas. Muchos de los trabajadores también llegaban en sus bicicletas y
automóviles. Su colectivo se estacionó al lado de los otros, frenó su motor,
pero los sonidos de entrechocar metales no lo dejó de escuchar.
Todos iban en silencio, nadie
pronunciaba una palabra, el ruido metálico se seguía escuchando, pero ya no eran
como llaves chocándose, ahora le daba la sensación como si fuera una orquesta
de hierro que seguía una marcha marcial al unísono. Apenas hizo unos pasos
muchos de los que iban a ser sus compañeros se lo quedaron mirando, extrañados.
Una mano lo agarró por la espalda y cuando se dio cuenta escuchó la primera voz
luego de mucho tiempo, se presentó como el supervisor de la fábrica. Lo notaba
nervioso, miraba a los demás trabajadores con extrañezas. A uno que se le
acercó y se lo quedó mirando, lo echó diciéndole que ya debía estar trabajando.
Luego de aquella situación le fue mostrando la fábrica. Le fue indicando donde
debía fichar, distintos sectores, y en ese momento le preguntó qué era
específicamente lo que se hacía allí, o qué tarea debía hacer. La respuesta del
supervisor fue la misma que la del secretario: objetos de metal. No quiso
preguntar más y se dispuso a seguirlo en silencio. Le pidió disculpas por el
trato que le daban los trabajadores. Le comentaba que desde que tenían a ese
sindicato, los pendejos se hacían los piolas, los viejos ya habían aprendido,
pero algunos eran convencidos por los pibes, pero se le iba a terminar. Qué era
lo que se le iba a acabar pensó, pero no dijo nada, siguió en silencio. Su puesto
se encontraba al final del pasillo. Cuando llegaron, le indicó que arriba
estaban las instrucciones, que lo que debía hacer era por demás de fácil e
intuitivo, que ya se iba a dar cuenta. Le asombró la forma que tenía la
maquina, parecía algo parecido a una plegadora hidráulica, pero la forma era de
lo más extraña. Era como si una forma humana hecha de hierro estuviera
incrustada en la parte superior de la misma. Hecho de metal fundido tenía lo
que deberían ser las manos intentando agarrar la parte donde se plegaban las
chapas, y lo que tenía forma de cabeza miraba hacía abajo, como si fuera ese
robot o lo que fuere lo que hacía la fuerza y no la maquina en sí. Antes que el
supervisor se fuera le preguntó que era eso. Con un nerviosismo marcado le
contestó que a uno de los que trabajaban en maestranza en la fábrica, le
gustaba hacer esos diseños, como si sobrara la plata, culminó la frase. Tragó
saliva y siguió caminando.
Y allí comenzó a plegar metales de las formas que le
indicaban en las instrucciones, fueron pasando las horas y se dio cuenta que
trabajar sentado en ese banquito tapizado era incomodo, así que se levantó y
siguió. A las pocas horas de haber empezado, le comenzaron a doler las
articulaciones.
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